Page 164 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Pero debo advertiros, señor, que  el pueblo cristiano es  negligente  y acomodaticio,
               como todos, y se queja mucho de los tributos, y llega a veces hasta a la violencia con los
               recaudadores —ahora rió abiertamente—. El mes pasado, ante la escasez de los recursos,
               el tesorero aconsejó a la reina que prescribiese un nuevo reparto entre las poblaciones de
               Castilla; la reina se negó, diciéndole con toda sinceridad: ‘Les temo mucho más a las viejas
               de mis reinos que a los mismísimos moros.’
                     Con la misma gentileza que había reído y la misma prontitud, dejó de hacerlo.
                     —Allí donde está nuestro bolsillo,  allí está nuestro corazón —dije, y completé con
               ironía—, sean de quien sean los bolsillos. Las viejas son muy parecidas en todas partes.
               Decídselo a la reina cuando la veáis.
                     Lo miré a los ojos, profundos y arrogantes.
                     Así, capitán, que tenéis la terminante convicción de que  ganaréis de una vez esta
               guerra de siglos.
                     —La tengo, señor, de que haremos todo lo humanamente posible por ganarla. —Se
               despedía—.  Espero no haberos fatigado hablándoos sin  tregua (parece que ya no habrá
               treguas para nada) del único tema de conversación, o  al menos de los pocos, que me
               apasionan. Y del único que acaso tenga en común con vos, aunque en los extremos más
               contrarios.
                     —Gracias, capitán, por considerarme digno de vuestras confidencias. Yo, por mi parte,
               espero que la veracidad de vuestra información no tenga por fin amedrentarme.
                     Porque, aunque así fuera, de nada serviría: yo estoy aquí, impotente de contagiar a
               nadie ni mi temor ni mi optimismo.
                     —Deseo que tal impotencia dure poco, señor.  No es por compasión, sino por
               hermandad, por lo que solicité licencia para visitaros.
                     Juzgo que el mayor mal que me podría suceder es verme como os veis: reducido a
               aguardar, apoyado en  decisiones ajenas, ignorante de lo que sucede en vuestro reino, e
               incapacitado de luchar al frente de vuestros soldados, es decir, de participar en el
               desenvolvimiento de vuestro destino.  Al comendador le he dicho que es una obra de
               misericordia visitar a un cautivo; pero a vos, en mi mal árabe, os digo con franqueza que
               sois mucho más que un cautivo para mí, y mucho más que un rey: sois un compañero de
               armas al que deseo de todo corazón encontrar pronto frente a mí en un campo de batalla.
               Que el Señor os bendiga y os depare una ausencia muy breve.


                     He sabido que al capitán Gonzalo de Córdoba le fue posible visitarme, autorizado sin
               duda por sus reyes, a causa de una gran calma que sobrevino en el frente andaluz durante
               todo el otoño. A partir de septiembre, las lluvias han sido arrasadoras en toda la región —yo
               puedo garantizarlo por lo que a Porcuna se refiere—, y la peste sigue haciendo gravísimos
               estragos en Sevilla, donde la mortalidad es aún creciente. No otra cosa sucede en nuestro
               bando: cada día hay más granadinos minados por el cansancio; el desánimo se ha
               apoderado de ellos, y sueñan con reclinar la cabeza en sus propias almohadas, y en dormir
               con sus mujeres y abrazar a sus hijos. A todos los que luchan hay un momento en que les
               acomete una nostalgia irresistible de su hogar, y en que hasta físicamente les resuena en
               los oídos su llamada.
                     Me han dicho que algunos de los castillos de la Ajarquía que permanecían fieles a mí,
               en octubre se han pasado al partido del “Zagal”.
                     Y sé que mi madre, con su Boabdil, reside ahora en Huéscar, no lejos de Baza, donde
               se ha fortificado. Supongo que, una vez que superó el peligro de que fuese descubierto su
               engaño en  Guadix o  Almería, prefiere no volver a correrlo en ciudades grandes, cuyos
               habitantes podrían tener referencias sobre mí: mi modo de andar, de moverme, el tono de
               mi voz, mi manera de quedarme abstraído mientras me plantean problemas, o el repentino
               eclipse de mis ojos ante el desinterés por lo que me rodea. Está claro que esta guerra no
               supone lo mismo para todos. Los gobernantes se buscan a sí mismos en ella; los nobles, la
               ampliación de su nobleza; pero ¿qué es lo que retiene en ella a la gente del pueblo? O el
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