Page 163 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     —Tenéis razón. Es enrevesado y muy costoso. Tendrá que mejorarse. A veces han
               llegado a dos mil los carruajes destinados al servicio de la artillería. Van tirados por bueyes y
               divididos en grupos de a cien. Para la conducción de tal impedimenta se requieren caminos
               idóneos, y no siempre los hay en un país tan fangoso y tan accidentado. Para adecuarlo
               están los gastadores y los pontoneros. Un dato: en doce días abrieron tres mil gastadores
               un camino de tres leguas, en este mismo año, para acercar la artillería a Cambil. Se hubo de
               desmontar colinas, elevar valles y abrir sendas en terrenos intransitables y aún hostiles... Y
               el tren de la artillería cuenta con carros cuya misión es transportar la madera indispensable
               para los pontones que atraviesan las acequias y los arroyos, y para proporcionar los pasos
               sobre los barrancos y  los ríos.  Después, por  esa vía abierta, arrastrarán los  carros las
               bombardas con las que demolemos las recias torres de vuestros alcázares... Perdonadme,
               señor: me he excitado.
                     —Seguid, seguid. Al fin y al cabo, ésta es vuestra afición.
                     —Gracias, señor. Cuando es inexcusable, hacemos grandes obras de circunvalación
               capaces de aislar la plaza entera de que se trate; fosos de la longitud y la profundidad que
               sean precisas, con castillos de tapial y con fortines cada trescientos o cuatrocientos pasos,
               así como  unos castillos desmontables de  madera, que se arman en los  parajes
               convenientes para construir, a su abrigo, los de fábrica más sólida... Claro está que todo lo
               que os estoy contando como un relato para entretener niños —yo no pude evitar sonreír, si
               bien con amargura— reclama un elevado número de trabajadores y soldados que edifiquen
               primero, mantengan y  custodien después.  Habrá ocasiones, y estamos dispuestos para
               ellas, en que no se requieran menos de ochenta mil infantes y quince mil caballos —se
               traslucía de él una comprensible vanidad, como la del adolescente que descubre un mundo,
               o que lo crea—. Y, para hospedar a este gentío, está la reina. Ella se dedica a la intendencia
               y a los hospitales de campaña (que son seis grandes tiendas con  las ropas y camas
               necesarias, así como cirujanos y físicos y medicinas y hombres que las sirvan y en las que
               nada cuesta nada, porque es nuestra señora quien lo paga). Nuestra señora, digo, que se
               emplea asimismo en la construcción de los campamentos, esos pueblos ambulantes en los
               que nada referente a los menesteres de la vida diaria se echa en falta, y que poseen su
               propia policía, su propia vigilancia y sus ordenanzas rígidas e intangibles.
                     —Reconozco que, a pesar de la fama de riqueza de la  Alhambra, las coronas  de
               Aragón y de Castilla tienen muchos más recursos que nosotros. ¿Habrá en el mundo un
               tesoro real que pueda hacerse cargo de gastos semejantes?
                     —Quizá no. Los gastos se costean, en principio, con los desembolsos ordinarios del
               tesoro; pero existen también repartos extraordinarios entre los pueblos, y está el dinero de la
               nobleza (que durante muchos años, y aun siglos, se ha beneficiado, sin participar en los
               gastos comunes), y están los empréstitos, cubiertos por los hebreos y por los gremios de
               mercaderes, y está  —agregó con un encantador gesto— hasta el empeño de las joyas
               personales de la reina, que en este momento duermen en Valencia dentro de arcas judías.
               En alguna señalada circunstancia, como para la campaña en que se tomó Alora, el Papa ha
               concedido también una bula de cruzada para los que asistieran a ella o ayudaran con sus
               limosnas.
                     —¿Bula de cruzada? —pregunté enarcando las cejas.
                     —Sí; a cambio de los bienes donados o de la asistencia a la guerra, confiere la Iglesia
               determinadas indulgencias (cuando hablé con vos en  Lucena os burlasteis de  ellas), o
               determinadas dispensas, como la de poder comer carne en la cuaresma.
                     —Prefiero que continuéis hablándome de guerra; cuando habláis de vuestra religión
               no consigo entenderos.
                     Después de un instante de vacilación, soltó una breve risa involuntaria.
                     —Os haré caso. Me preguntasteis por las fuentes de ingresos.
                     La Iglesia de Roma es una de las más fértiles, cuando se presta a ello. Hace poco, el
               Santo  Padre facultó a la corona de  Aragón, él es aragonés, para tomar cien  mil florines
               cargándolos sobre las iglesias y monasterios de su reino.



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