Page 168 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Y los de Montefrío, cuyos depósitos de víveres y armas ardieron, y los de Adaha, y los
               de la Sagra, y los de otras fortalezas en el camino de la capital, de las que se ha apoderado
               el rey abasteciéndolas de hombres y vituallas y artillerías con el propósito de ir poniendo un
               estrecho cerco —cada vez más estrecho— a Granada.
                     Por fin, el rey Fernando, ufano y satisfecho, se dirigirá a Córdoba. Me dice el conde
               que ahora no tardará, siempre con su cautivo Boabdil, que ya no sé si es el apresado en
               Loja, que era el de mi madre, o el que él ya tenía; ni sé si el que sobra de los dos ha
               desaparecido o ha sido ejecutado.
                     O quizá el Boabdil que sobra soy yo precisamente.


                     Me han trasladado, a mí solo y a toda prisa, a Córdoba. El viaje se ha efectuado de
               noche. Al llegar, de incógnito, me han conducido directamente al palacio del obispo. [Debo
               esperar aquí la llegada del rey.]

                     Cada vez que respiro el aire de esta ciudad, que huele como ha de oler el Paraíso;
               cada vez que imagino su grandeza, cuyas huellas perduran; cada vez que soy testigo de su
               serenidad, y adivino el sentido de lo universal que en ella persiste, y presencio la pujanza de
               la cultura contra la que no atentó la serie interminable de sus dominadores, se ratifica mi
               opinión.
                     Es una opinión que proviene de copiosos  aunque poco  sonoros testimonios, y  de
               alusiones halladas en  libros de la biblioteca  de la  Alhambra, y de mis atrevidas pero
               insoslayables conclusiones. Aquí en Córdoba, ni en ningún otro lugar de la Península, los
               árabes no entraron a caballo, sino a pie y de uno en uno. Quiero decir que jamás hubo en
               esta  Península una  invasión guerrera musulmana como  se nos ha  hecho creer por los
               historiadores de un bando y otro.
                     La islamización de la  Península —me entretengo en escribir hasta  que alguien me
               anuncie para qué me han traído— no se debe a una conquista árabe procedente de África.
               Trabajo me ha costado adentrarme sin prejuicios en los textos, comparar datos y fechas, y
               procurar no abandonarme, yo también, a una idea preconcebida que demostrar. Porque ése
               suele ser el error de los cronistas, que a menudo no tienen más prueba de sus afirmaciones
               que el haber sido hechas de antemano por otros.
                     En el año 711 de la era cristiana no había pasado aún un siglo desde el comienzo de
               la mahometana.
                     (De paso: qué petulancia que cada religión aspire a que con ella comience la inasible
               Historia de la  Humanidad.)  El  Norte de  África, por descontado, no era aún islámico —
               siempre ha seguido, no precedido, las evoluciones andaluzas—, y  mucho menos árabe.
               ¿Qué pintaban allí, tan sorprendentemente lejos de Damasco, ni los árabes ni su idioma?
               Ellos, agrupados en tribus nómadas poco numerosas, ¿cómo iban a conquistar en tan
               escaso tiempo un imperio tan desmesurado, y en plazos más breves, por lo que se dice,
               cuanto más distantes de su Arabia: en cincuenta años Túnez, en diez Marruecos, en tres la
               Península Ibérica? ¿Y con qué medios? No era posible trasladar caballos ni armamentos a
               semejantes distancias. ¿Y cómo una raza no marinera atravesó el  Estrecho, cuya
               navegación no ha sido nunca fácil? ¿En cuántos navíos?
                     ¿Cuántos viajes dieron?
                     Yo me preguntaba quiénes serían esos “sarracenos” que surgieron de pronto aquí sin
               previo aviso.
                     ¿Quién fue su rey? ¿Cuál su origen? ¿Por qué los hispanos, famosos por valientes y
               por enamorados de la independencia, no se defendieron de ellos,  siendo además diez
               millones frente a los veinticinco mil que desembarcan y los destruyen en tres años? Pero
               ¿los destruyen?  No se sabe; nadie dice qué fue de esos hispanorromanos que entonces
               habitaban la Península.



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