Page 169 - El manuscrito Carmesi
P. 169

Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Sólo se mencionan, bastante después, dos minorías: la judía y la goda, es decir, sobre
               Hispania luchan los godos contra  esos misteriosos sarracenos de las crónicas; todo se
               redujo, por tanto, a una contienda entre dos bandos extranjeros ante una concurrencia de
               nativos que no opinan.
                     Siempre me llamó la atención el nombre de Tarik —heredado por Gibraltar, “la roca de
               Tarik”—, tan ajeno a los nomencladores árabes y tan próximo a los germánicos.
                     Los nombres de los reyes godos tienen terminaciones similares: desde  Ilderik y
               Amalarik y Teodorik a Roderik, o don Rodrigo. ¿Quién podría ser ese general? Los godos
               hispanos tenían unas provincias, aparte de las penínsulares, más allá de los Pirineos —la
               Septimania y  la  Narbonense—, y otra en el  Norte de  África, la  Tingitana, alrededor de
               Tánger, que la denominaba. El último rey godo, Vitiza, había designado al gobernador de
               ésta.
                     Cuando el conde Roderik se levanta contra los hijos de Vitiza en la Bética, ellos piden
               ayuda a sus hermanos de la Tingitana. Y al frente viene el gobernador Tarik: al frente de sus
               godos, por  descontado, y quizá  con algún refuerzo beduino. (Siempre hubo mercenarios
               africanos que auxiliaron —a veces lo  contrario— a alguien en esta  tierra.)  Eso explica  el
               traslado de una orilla a otra del Estrecho (lo cual no era extraordinario entre gentes de la
               misma nación) y el desmedido triunfo de unos miles de hombres (porque no conquistan,
               convencen; en la lucha dinástica están interviniendo en casa propia).  La batalla del
               Guadalete es un incidente local, que no proporciona ninguna ventaja estratégica, y es que
               se da en terrenos de marismas dominados por estrechos macizos montañosos. No obstante,
               de ella se pretende después hacer una victoria decisiva, y no para una parte de Andalucía ni
               para toda  la  Península, sino para  Europa entera; o  sea, todo el occidente va  a quedar
               subyugado por unos cuantos nómadas asiáticos que llegan jadeando desde  África.  Es
               absolutamente inverosímil.
                     Lo verosímil es que, hartos los hispanorromanos de la sumisión a los godos y de las
               luchas religiosas, en las que prevalecían los  trinitarios  sobre los unitarios, derrocan su
               monarquía y —cosa muy frecuente entre nosotros— se desperdigan en taifas más o menos
               inconexas. Será precisamente el intento de retorno a aquella monarquía única, promovido
               por un grupo del  Norte, el que inicie la mal llamada reconquista.  ¿Por qué del  Norte?
               Porque, por las difíciles comunicaciones  con  Asturias y con  Vasconia,  fueron ellas las
               menos influidas por la oleada de liberación que oreó el resto de la Península.
                     Pero ¿a que oleada me refiero?
                     La inmensa mayoría de los habitantes en esa época eran hispanorromanos,  de
               religión cristiana unitaria, seguidora de Arrio y perseguida entonces por herética.
                     Aún reconocía su olfato los aromas cultos de Roma, y despreciaban y temían a la vez
               a los godos, que les habían impuesto su gobierno aristocrático.  Eran propensos, pues, a
               abrir sus puertas y sus corazones a una corriente que les brindaba dones renovadores: una
               religión mucho más próxima a la suya; un comercio más extenso y fructífero; una cultura
               enriquecida por  Persia y por  Bizancio, y helenizada y romanizada a través de  Siria, la
               Bactriana y la India; una lengua que iba a sustituir a la propia, hermana del latín y próxima a
               él, pero no el latín, que nunca tuvo capacidad de penetración y que había perdido además
               su prestigio al ser usado por la iglesia trinitaria.
                     No obstante, tal transformación se hizo con la vertiginosa paciencia con que la historia
               obra. En las invasiones vencen, de prisa y siempre, no los mejores, sino los más fuertes,
               que son los menos cultos, a cuyo lado se pondrá luego el pueblo pusilánime; lo que sucedió
               aquí fue lo contrario. Los hispanorromanos adoptan la cultura islámica, reemplazando con
               ella la barbarie visigótica, que los extorsionaba y contra la que se rebelaron a menudo. Y
               esa cultura nueva se introduce  insensiblemente a través del comercio, de sabios y
               pensadores influyentes, de embajadas literarias y artísticas, de algunos exiliados de la
               revolución abasí contra los omeyas, y, en definitiva, del progreso oriental, que se ofrece
               como un espejo atractivo en el que se reflejan —para los andaluces sobre todo— los
               prósperos tiempos fenicios o tartésicos.
                     No hubo invasión, ni árabes; a lo largo de toda nuestra historia ha habido aquí muy
               pocos. ¿Quién es —se me dirá— Muza, en tal caso?
                                                          169

                                        Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/
   164   165   166   167   168   169   170   171   172   173   174