Page 173 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               pecho.  Esta mañana me he levantado con la boca seca y la cabeza como rellena de
               algodón, igual que si hubiese pasado una noche de zambra y vino. El malestar físico me ha
               impedido añadir ninguna solemnidad al acto. Estaba deseando terminar.
                     Me veía a mí mismo como si me hubiese desdoblado (pero esta vez yo solo y por mi
               cuenta, sin argucias políticas): por una parte, hacía mecánicamente los gestos que habían
               prevenido los cancilleres; por otra, miraba en torno mío los movimientos de los demás  a
               través de una mente opaca y desgranada.  No he tenido en ningún momento ni la menor
               conciencia de estar viviendo, como decía soberbio Aben Comisa, “un momento histórico”;
               aunque la hubiese tenido, mi mayor interés habría sido que el momento pasara.
                     Para bañarme el cuerpo en agua fría, para cerrar los ojos, reposar la cabeza en una
               almohada, y escabullirme de todos los que se esforzaban en tocarme y en saludarme entre
               muecas de adulación.
                     Ya al salir del palacio, casi en el umbral, había tenido una hemorragia de nariz; gracias
               a Dios fue leve. Me acordé de aquella otra que me restañó mi tío Abu Abdalá, cuando no
               era previsible tanta pena. Pensaba en él con tal intensidad que se me empañaron los ojos
               de lágrimas, mientras el físico de los reyes, en quien recaía una responsabilidad impensada,
               haldeaba por la alcoba, sudaba y  me ponía sobre la nariz una compresa fría.  Ha sido
               Moraima (yo solicité que viniera con Martín de Alarcón desde Castro, y no sé si ha venido
               con él o con el conde de Cabra) la que al cabo me ha sofocado la sangría de un modo muy
               sencillo: aplicándome, con la cabeza echada hacia atrás, el filo de la daga contra la parte
               baja de la ternilla de la nariz.  Por descontado, ante la protesta del médico, que movía la
               cabeza con incredulidad, como si mi esposa y yo fuésemos unos pobres salvajes. Ignora
               que, si él sabe algo sobre Hipócrates o Galeno, es por mediación de nuestros médicos y
               nuestros traductores.
                     En tan adversas circunstancias poco pude apreciar de los reyes, a los que he visto,
               entre nubes, un instante. Me han parecido los dos bastante más bajos de lo que esperaba.
               Sorprendentemente el rey recuerda mucho a la miniatura que me envió. La reina tiene los
               ojos un poco oblicuos, claros, abultados y demasiado móviles: seguirlos me  mareaba; su
               cara es redonda, y sus mejillas se descolgarán dentro de poco; da la impresión de ser rubia,
               pero no mucho. Imbuido por la veneración con que habla de ella don Gonzalo de Córdoba,
               confieso que me ha decepcionado.
                     A don Gonzalo lo vi entre otros capitanes. Se destacaba de ellos. Me dirigió con la
               mano un saludo de camaradería,  que interpreté como un afectuoso ‘hasta la vista’.  Más
               tarde supe que acababa de ser nombrado alcaide de Loja; no me pude alegrar.
                     A mi derecha marchaba  Martín de  Alarcón, que hincó su rodilla —¿la izquierda?—
               ante los reyes.
                     Yo, sin acordarme bien de qué se esperaba que hiciera, me incliné y alargué la mano.
               Me han dicho que mi gesto fue entendido por los cristianos como un signo de humillación y
               acatamiento: el amago de una genuflexión y una petición de las manos reales para besarlas.
                     Por los míos, al contrario, mi gesto ha sido interpretado como una cortesía entre
               iguales. Sea como quiera, el rey me tomó entre sus brazos como si intentara levantarme; en
               falso, porque ya me había incorporado yo.
                     A continuación un estúpido trujamán, ampuloso y grandilocuente,  recitó un texto
               compuesto por  Aben  Comisa.  Eran tan peregrinas y altisonantes las loas que entonaba
               sobre la longanimidad y munificiencia de los reyes, que la reina se  llevó los dedos a los
               labios mandándole callar.  El rey, tras la interrupción, dijo lo que no hacía falta que nadie
               tradujera:
                     —De vuestra bondad aguardo que haréis todo aquello que un hombre bueno  y un
               buen rey han de hacer.
                     Yo reflexioné, entre mí, que no podría decirle lo mismo: siempre aguardo que él haga
               lo contrario.
                     Por fin, he jurado sobre el Corán cumplir los capítulos del concierto, que estaba ya
               firmado, y ha concluido el acto con un presente que los reyes me  han hecho de arreos,
               vestiduras y caballos. Sin mirarlos, he ordenado su distribución entre mis acompañantes.

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