Page 171 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Aquí, en la  Andalucía donde nacimos los nazaríes, existió ya  Tartesos, un pueblo
               cuyas leyes se escribieron en verso, y ni siquiera  Roma la civilizó, sino al contrario:
               Andalucía le dio sus  mejores emperadores y pulió a sus soldados; como le dio luego al
               Islam su más lograda arquitectura y su sabiduría literaria y científica; como le dio a Europa
               zéjeles y jarchas y  moaxacas para que sus  trovadores  se inspiraran.  En  Andalucía —
               conquistadora siempre  de sus conquistadores, cuanto más de visitantes enamoradizos—
               convivieron todas las culturas, y en ella se fertilizaron unas a otras y procrearon. Por culpa
               de la intransigencia de los cristianos por un lado, y de la intransigencia de los almorávides
               por otro, se apagó la hoguera maravillosa de una Península que, gracias a los andaluces,
               fue un faro deslumbrante.


                     Son los primeros días de julio.
                     En la ciudad hace un calor muy grande. Sin embargo, dentro de la antigua residencia
               califal apenas si se nota.  Sus amplias estancias están protegidas y refrescadas por los
               gruesos muros, los altos techos, las luces veladas y los surtidores de los patios. Desde sus
               ventanas todo parece blanco: el sol sorbe los colores de las piedras, de las fachadas, de los
               animales, de las ropas. Entre la blancura y el temblor de la calima, Córdoba es una ciudad
               fantasmal. Y su calor, con todo, no es sofocante, sino —¿cómo podría decirlo?— salutífero:
               inmediato y rotundo, como un signo de vida.
                     Sentado en un mirador de mi prisión, llámenla aquí como quieran, veo la sierra oscura
               perfilarse contra el horizonte, y veo el Yebel al Arús, el “Monte de la Novia”. No hace mucho
               he sabido por qué lleva ese nombre.
                     Movido por la añoranza que afligía a Azahara por la nieve, ya que había nacido en
               Elvira, su amante  Abderramán  III plantó en ese monte incontables  almendros para que,
               durante el mes de enero, en flor, semejaran una extensión nevada.
                     Ante aquella olorosa blancura, comprendía  Azahara cada año que las pruebas del
               amor pueden ser infinitas. Y lloraba de dicha en la ciudad a la que dio su nombre de flor.

                     Presiento que algo va a suceder. No sé con exactitud qué, ni por qué. Quizá por esta
               llamativa falta de noticias y porque trajeron conmigo mis papeles y mis libros,  o por la
               reserva que guarda el obispo en cuanto alude a mi futuro. Sólo me habla de religión o de la
               bondad de  Dios, mientras aletean sus manos gordezuelas cargadas de  sortijas.  A mi
               pregunta de si seré pronto recibido por los reyes —una pregunta insidiosa—, ha contestado:
                     —Lo que haya de ser, será —y ha cambiado de conversación.
                     Su respuesta me parece una definición del fatalismo que ellos nos reprochan.


                     Por fin sé  algo.  En el palacio ha aparecido  hoy  Aben  Comisa, con una actitud
               equívoca y una asombrosa naturalidad, como si nos acabáramos de ver hace dos días. Sé
               que no va  a contarme con pormenores lo sucedido, ni ahora ni nunca.  Tendré que ir
               descubriéndolo por mí mismo; tendré que entresacar los retazos de verdad que haya en su
               relato, e imaginar el resto.
                     De momento me ha comunicado, entre elogios a mi madre y a su propia labor, que las
               condiciones propuestas para aquel ya remoto primer rescate han  sido aceptadas con
               algunas modificaciones. Consisten en un pago de doce mil zahenes anuales en concepto de
               tributo y por razón del vasallaje, que ha de  ratificarse; la devolución escalonada de mil
               cautivos de los que mi parcialidad aún conserve, porque no creo que haya hecho nuevos
               presos últimamente; y, desde luego, la entrega de los jóvenes rehenes estipulados y de mi
               hijo Ahmad, que va a cumplir seis años, si es que yo no he perdido la cuenta de los que sin
               él llevo.  Se me ordena además establecerme en  Vélez, en la  Ajarquía de  Málaga, cuya
               guarnición  me permanece fiel; a  cambio, me otorgan el gobierno de una región que va
               desde  Guadix y  Baza hasta  Vélez  Blanco,  Vélez  Rubio y  Mojácar.  Con una gravosa

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