Page 165 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               pavor encendido por las predicaciones, o el miedo a los de arriba, o la ventaja que puede
               sacar, o el vengarse de un enemigo pegajoso, si vive en la frontera; ninguno de estos
               motivos es capaz de retenerla más de un mes en campaña.


                     El rey Fernando, que no descansa a pesar de la paz de hecho que por agotamiento se
               ha producido, acaba de publicar, a través de sus espías  y de gente pagada, una noticia
               sobre el  Boabdil de mi madre.  Según él,  Boabdil, temiendo una ofensiva del emir  Abu
               Abdalá, ha suplicado desde Huéscar un socorro de víveres al Consejo aragonés de Murcia,
               y se le ha concedido. O sea, el rey cristiano, mientras escamotea al doble que maneja a su
               antojo, procura envilecer el juego del otro doble que mi madre maneja a su antojo a su vez,
               lo calumnia con acusaciones de traición. Moraima y yo no hemos tenido otro remedio que
               reírnos, pese a tanta alevosía por parte de los dos beligerantes, y pese a la irritación y el
               tedio que nos causan las pertinaces lluvias.
                     Pensar en la cólera de mi madre al recibir en Huéscar unos cuantos burros cargados
               con víveres cristianos, envenenados probablemente además, nos divirtió esta tarde.

                     La lluvia, cumplidora y sorda a los altercados de los hombres, no deja de caer durante
               el día y la noche.


                     En la fortaleza de Porcuna se ha dado un caso de peste. Un soldado, integrante de un
               escuadrón con prisioneros que era trasladado desde Jaén a Córdoba, ha muerto.
                     Bajo la responsabilidad del comendador, que no sé si hizo o no una consulta rápida,
               mi risible corte y yo hemos sido evacuados.
                     Nos han transportado al castillo de Castro, del que es señor el conde de Cabra, el de
               “Haec omnia operatur unus”. El anfitrión, no recuperado todavía del todo de las heridas de
               Moclín, nos ha recibido con un brazo sujeto por un paño.
                     Es recio, bronco, con una voz tonante, pero abierto y cordial.
                     Tiene la piel tostada y martirizada por la intemperie, y grabado el rostro por arrugas, no
               muchas, pero hondísimas. Ha de ser persona muy religiosa, porque, si se coincide con él a
               mediodía o al atardecer, detiene la conversación al escuchar una campana, y se ensimisma
               musitando unas jaculatorias en latín que él llama “Angelus”. Me ha explicado que con esa
               oración se  conmemora el momento en que  el ángel  Gabriel descendió del cielo para
               comunicar a María que ella era la elegida para ser madre del profeta Jesús. Y lo fue sin
               perder su virginidad ni  antes del parto, ni  en  el parto, ni  siquiera después del parto.  Tal
               hecho se nos antoja a Moraima y a mí un milagro tan excesivo como innecesario.
                     Quizá las características de un milagro sean  precisamente ésas: el  exceso y la
               innecesariedad; como si fuese un “además” o un lujo de la Naturaleza, para que se distinga
               sin el menor titubeo la intervención de lo sobrenatural.  No obstante, yo aborrezco los
               milagros que llevan la contraria a la evidencia, o incluso a la razón; no los que son
               suprarracionales, y consisten en un mayor despliegue de las facultades o potencias ya de la
               Naturaleza ya del hombre, sino los que son irracionales, o peor, antirracionales. Imponer al
               hombre el arrodillamiento sin un porqué, me parece abusivo: un  Dios que actuara así no
               sería respetable. Es lo que me sucede con el dogma cristiano que nos separa más: el de la
               Trinidad. Para mí es una pobre forma humana de pintar una teratología, una monstruosidad.
               La Divinidad no tiene por qué ser explicada, pero tampoco tiene por qué ser inexplicable.
               Por supuesto que ha de estar sobre nosotros, pero no contra nosotros, que somos obra de
               ella. Nos excede, pero no nos tacha.
                     La condesa es una mujer devotamente dedicada a su marido, y sospecho que también
               a las oraciones de su marido. Es menuda, descolorida y, aunque su salud parezca frágil,
               debe de ser de hierro, porque está en todas partes, interviniendo y sacando a flote una casa
               que no estaba preparada para recibirnos. En el corto tiempo que la he tratado, he adquirido

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