Page 170 - Tito - El martirio de los judíos
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La había avisado: podía intentar huir, pero los soldados seguían
registrando las ruinas y los subterráneos de Jerusalén. Desalojaban
todos los días a insurrectos ocultos en ellos. Los torturaban para
hacerles confesar dónde estaban escondidos los tesoros del Templo y los
cofres depositados en el Santuario por las familias ricas, hecho lo cual,
los degollaban.
Correría la misma suerte, si es que los soldados no la destripaban tras
haberla poseído, o la tiraban viva por uno de los barrancos donde los
cadáveres seguían pudriéndose.
Podía pues salir de la tienda. Quizás consiguiera abandonar el
campamento, pero jamás podría alejarse de las ruinas de Jerusalén y
alcanzar esas ciudades de Hebrón, de Herodión, de Maqueronte y de
Masada donde, según se contaba, zelotes y sicarios se habían
concentrado para proseguir la lucha: me había enterado de que estaban
atacando, en el valle del Jordán y en el desierto de Judea, a las cohortes
romanas y a las caravanas de mercaderes.
Relataba esos sucesos a Leda ben Zacarías con la esperanza de verla
estremecerse, de sorprender una mirada, una expresión en su rostro,
pero ella permanecía postrada; y cuando regresaba a la tienda tras
haber pasado el día fuera, me la encontraba encogida como si estuviese
encadenada.
Entonces me detenía ante ella y tenía la impresión de que mi cuerpo se
cubría de inmundicias, de que me impregnaban la piel excrementos e
invadían todo mi ser. Me volvía apestoso como una hiena o un chacal,
tiñoso como un perro callejero. Y tan cruel como esos soldados que
habían destripado a algunos judíos para rebuscar en las entrañas de
esos fugitivos las monedas de oro que quizá se hubieran tragado.
Yo también estaba, a mi modo, buscando oro en las entrañas de Leda
ben Zacarías.
Las náuseas me impedían respirar.
Volvía a salir de la tienda.
Eran días de victoria. Los soldados se movían por pandillas, cargando
con su botín, la espada en mano, siempre sobre aviso. Aún quedaban
rescoldos bajo las ruinas, y de cuando en cuando volvían a brotar las
llamas, rodeando a patrullas que pedían en vano auxilio.
También había que vaciar los subterráneos y las alcantarillas, sacar de
allí a los habitantes y rebeldes ocultos dentro, así como los tesoros que
contenían.
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