Page 171 - Tito - El martirio de los judíos
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Mataban. Dejaban morir a miles de presos, rendidos por el hambre y la
                sed, pero algunos rechazaban la comida que unos cuantos soldados les
                llevaban por caridad.

                En un patio del Santuario, un espacio rodeado de ruinas, habían reunido
                a los setecientos jóvenes más bellos, quienes debían viajar a Roma para
                desfilar, cargados de cadenas, ante la plebe, durante el triunfo que
                celebraría la victoria del emperador Vespasiano y de su hijo Tito sobre
                Judea, por fin rendida.


                Los jefes de la rebelión ya no eran sino dos cuerpos trabados
                destinados, también ellos, a formar parte del triunfo en Roma.


                Vi a ese Simón Bar Gioras y a ese Juan de Gis-chala atados con cadenas
                tan gruesas que apenas podían mover los hombros y la cabeza. Eran la
                parte humana de un botín que se iba amontonando bajo la custodia de
                los soldados.


                Vi llorar a Flavio Josefo cuando contempló las vestimentas sacerdotales,
                los tejidos sagrados, los libros y el inmenso candelabro de siete brazos,
                ese símbolo de la unión del pueblo judío con su dios que dentro de poco
                sería expuesto en un templo de Roma para que todo ciudadano supiera
                que nada, ni siquiera el dios único de los judíos, podía proteger a un
                pueblo que se rebelara contra el poder de Roma.

                Un poder que tenía desplegado ante mí, encarnado en los soldados de
                las legiones reunidos frente a la tribuna sobre la cual me encontraba,
                junto a Flavio Josefo, a escasos pasos de Tito, que, rodeado por sus
                oficiales, se disponía a gratificar a los más valientes.

                En aquel momento, me sentí orgulloso de ser romano.


                Me dirigí hacia Flavio Josefo, intentando adivinar lo que estaría
                sintiendo, precisamente él, que había sido uno de los caudillos militares,
                uno de los sacerdotes de ese pueblo cuyo aplastamiento y castigo se
                estaba celebrando.


                Incluso ya se estaban acuñando monedas que representaban a Judea
                cautiva y encadenada a una palmera, custodiada por un soldado
                romano.


                Tito agradeció a las tropas su obediencia, su paciencia, su tenacidad y
                su valor.


                Cuando hubo acabado, los tribunos empezaron a leer los nombres de los
                legionarios a los que Tito iba a entregar una corona o collares de oro,
                pequeñas lanzas e insignias de plata, monedas de oro y de plata, ropa y
                otros objetos procedentes del botín.








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