Page 174 - Tito - El martirio de los judíos
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                SIN embargo, durante aquel invierno, a lo largo de los meses que
                siguieron a la destrucción del Templo, continué viendo correr a diario la
                sangre judía.


                Abandoné junto con las legiones las ruinas de Jerusalén y cabalgué al
                lado de Tito hacia Cesarea Marítima y Cesarea de Filipo, Berite y
                Antioquía.


                Cada vez que miraba hacia atrás veía caminando, encadenados,
                azotados, a los miles de presos judíos cuyo suplicio Tito quería ofrecer a
                las poblaciones de dichas ciudades, en las que estaban elevando arcos
                de triunfo para darle la bienvenida y celebrar su victoria.

                Miraba de reojo a Flavio Josefo, que no se hallaba muy lejos de mí pero
                que jamás se daba la vuelta, como si se negara a ver los cuerpos de los
                hombres y mujeres de su pueblo, martirizados, abandonados en el
                desierto, agonizantes, entregados jadeantes a las hienas y a los
                chacales.

                Parecía insensible a los gritos de odio y a las piedras que caían sobre los
                presos cuando entrábamos en las ciudades. Los sirios y griegos que las
                habitaban pedían a Tito que les quitaran de encima a los judíos, que
                Roma, la grande, la gloriosa, la poderosa Roma, aprovechara su
                victoria para acabar de una vez con un pueblo envidiado y aborrecido.


                Oí a los habitantes de Antioquía reclamar el derecho de expulsar a sus
                judíos, a aquellos que todavía no habían matado, y de romper las
                tablillas de bronce sobre las cuales estaban grabados los derechos que
                Roma había concedido a los judíos. Esa turbamulta enfurecida
                reclamaba que los judíos acabaran convertidos en granos de arena
                arrastrados por el viento y obligados a renunciar a sus ritos, al sabbat,
                a su dios.


                Tito escuchó esas maldiciones, esos deseos, esas acusaciones; luego
                levantó la mano y reclamó el silencio.

                —La patria de los judíos, allí donde habría que devolverlos, ha quedado
                destruida, y no hay ningún otro territorio que pueda acogerlos.


                Se negó por tanto a que los expulsaran de Cesa-rea, de Berite o de
                Antioquía, pero ofreció a las frustradas poblaciones esos prisioneros
                judíos cuyos ensangrentados cuerpos eran llevados a empellones hasta
                la arena.







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