Page 179 - Tito - El martirio de los judíos
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juegos. Vi una vez más a los presos lacerados, despedazados por las
                fieras, o bien obligados a matarse entre sí.

                Cuando se disponía a regresar a las gradas, Tito, con gesto lento y
                sonrisa benevolente, dio a entender a Flavio Josefo que podía dejar de
                asistir a ese espectáculo. Josefo se inclinó y alejó, rodeado de las
                miradas despectivas de los tribunos.

                Debí seguir a Tito al anfiteatro. En esa pequeña arena el espectáculo me
                pareció más cruel todavía.


                Existía una especie de intimidad infamante entre nosotros, ese pueblo
                aplaudiendo y esos seres a punto de morir.


                —Es la asamblea de los malvados —me dijo Flavio Josefo cuando lo
                volví a ver—. Somos el único pueblo del Imperio en negar esa sangrienta
                idolatría, y el crimen de los zelotes y de los sicarios contra nuestra fe
                consiste en haber mancillado el Templo con sangre humana, en haber
                matado a sus hermanos, en haber olvidado la enseñanza de nuestra Ley,
                que exige que no se sacrifique al hombre, sino al animal. Han sido
                sacrílegos. Somos un pueblo que frecuenta los lugares de culto y las
                sinagogas, no los anfiteatros y los circos.


                No me cansaba de escuchar a Flavio Josefo, cuyas palabras a veces me
                sorprendían o desconcertaban.

                A la vez que decía que Dios había elegido a los romanos y les
                proporcionaba la victoria, afirmaba que el pueblo judío era superior a
                todos los demás, que la religión de su dios no podía compararse con
                ninguna otra, que era la única, del mismo modo que el Eterno era Uno.


                En Alejandría lo noté febril, impaciente por llegar a Roma, corazón del
                Imperio de toda la humanidad.

                Lo veía, lo oía halagar a Tito, y en Menfis me pareció verlo satisfecho
                cuando éste se colocaba la diadema. Le aseguró que el porvenir le
                reservaba la más alta dignidad, que sucedería a su padre, el emperador
                Vespasiano.

                Fue Tito quien lo interrumpió y explicó, volviéndose hacia los tribunos
                mientras se quitaba la diadema, que era el fiel servidor del emperador,
                su sumiso hijo. Iría a Roma a participar en el triunfo, y ocuparía las
                funciones que el emperador y el Senado le asignaran.

                Alabé la prudencia de Tito. Las legiones de Vespasiano estaban
                luchando contra los germanos, los galos, los escitas. Las provincias del
                Imperio, la frontera del Rin, estaban amenazadas. Los pueblos más
                rebeldes habían aprovechado la guerra de Judea y la guerra civil entre
                Otón, Galba y Vitelio para intentar recobrar su libertad.







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