Page 181 - Tito - El martirio de los judíos
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JAMÁS me sentí preocupado por el acomodo de los presos y esclavos en
las naves romanas. Pero ahora estaba embarcando con Leda, una
esclava judía, en una galera imperial.
Apenas hube cruzado la pasarela, el centurión al mando de la galera
vino hacia mí.
Con la punta de su látigo, señaló a Leda la escotilla abierta y custodiada
por dos soldados armados con un recio garrote.
Agarré la cuerda que retenía las muñecas de Leda y tiré de ella hacia
mí. Empujé al centurión, grité que era caballero romano, que era
miembro del estado mayor del imperator Tito y que esa mujer seguiría a
mi lado en el puente durante toda la travesía.
Así la empuñadura de mi espada.
El centurión titubeó.
—¿Una judía —masculló—, una esclava, una cautiva?
—Mi liberta —le repliqué.
Entonces desenvainé la espada, corté las ataduras de Leda y lancé lejos,
en las negras aguas del puerto de Alejandría, esas cuerdas que la
habían mantenido sujeta.
Puse mi mano sobre el hombro de Leda y la conduje hacia la proa,
retando con la mirada a los marinos, a los soldados, a los centuriones, a
ese centenar de hombres armados que, como yo, viajaban a Roma.
Leda, a mi lado, miraba con los ojos desorbitados ese abismo que se
abría en el mismo puente, a los pies de los galeotes, así como las
bodegas envueltas en penumbra pero cuya oscuridad iba
paulatinamente cediendo.
Vi a los remeros encadenados a sus bancos.
Oí los gemidos de los prisioneros judíos, forzados por unos soldados a
amontonarse en las crujías.
Cada vez que restallaba el látigo, el cuerpo de Leda se estremecía como
si la hubiese alcanzado la correa que cruzaba las espaldas, los hombros,
las pantorrillas y los muslos de los remeros y de los prisioneros.
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