Page 177 - Tito - El martirio de los judíos
P. 177
36
PREGUNTÉ a Flavio Josefo acerca de ese nuevo dios procedente de su
pueblo.
Estaba sentado frente a mí, ante su tienda, situada no lejos de la de Tito,
en el campamento de la legión X, a la que nos habíamos unido tras
aquellas peregrinaciones por Siria, del Éufrates al mar.
Teníamos delante de nosotros el campo de ruinas, el cual oteábamos
desde lo alto del monte de los Olivos, en el que estaba instalado el
campamento. Unas piedras mayores que las demás recordaban el
emplazamiento de la fortaleza Antonia y sus torres, y perfilaban el
perímetro de lo que había sido el Santuario del pueblo judío.
Señalé las colinas peladas que rodeaban las ruinas.
Aquí y allá seguían en pie cruces de las que aún colgaban cuerpos
resecos, lacerados.
—El dios Cristo… —empecé a decir.
Flavio Josefo me interrumpió con un gesto de la mano:
—Nuestro Dios, el Eterno, es Uno —recalcó.
Recordé las palabras de Tito.
Fue durante el asedio. Nos encontrábamos a su lado mientras unos
carpinteros preparaban, por orden suya, cientos de cruces que los
soldados iban a clavar erguidas frente a las murallas.
Entre los presos a los que se disponían a crucificar, algunos habían
gritado que resucitarían como su dios Cristo, al que se unirían en la paz
eterna. Los judíos a quienes les esperaba el mismo suplicio se apartaron
de ellos. Los discípulos de Cristo y sus hermanos en el sufrimiento, esas
dos ramas de un mismo pueblo a quienes la proximidad de la muerte
debería unir, intercambiaron acusaciones, imputando a sus mutuos
arrebatos la desgracia que los había alcanzado a todos por igual.
Y Tito dijo, mirando con curiosidad y desprecio a esos hombres a punto
de ser crucificados:
—Esas funestas supersticiones son enemigas de Roma. Tanto los judíos
como los discípulos de Cristo tienen un alma rebelde. Se niegan a
reconocer a nuestros dioses y la divinidad del emperador. Quienes creen
en un dios único son los enemigos del Imperio y pretenden que se
177/221