Page 177 - Tito - El martirio de los judíos
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                PREGUNTÉ a Flavio Josefo acerca de ese nuevo dios procedente de su
                pueblo.


                Estaba sentado frente a mí, ante su tienda, situada no lejos de la de Tito,
                en el campamento de la legión X, a la que nos habíamos unido tras
                aquellas peregrinaciones por Siria, del Éufrates al mar.


                Teníamos delante de nosotros el campo de ruinas, el cual oteábamos
                desde lo alto del monte de los Olivos, en el que estaba instalado el
                campamento. Unas piedras mayores que las demás recordaban el
                emplazamiento de la fortaleza Antonia y sus torres, y perfilaban el
                perímetro de lo que había sido el Santuario del pueblo judío.

                Señalé las colinas peladas que rodeaban las ruinas.


                Aquí y allá seguían en pie cruces de las que aún colgaban cuerpos
                resecos, lacerados.


                —El dios Cristo… —empecé a decir.

                Flavio Josefo me interrumpió con un gesto de la mano:


                —Nuestro Dios, el Eterno, es Uno —recalcó.

                Recordé las palabras de Tito.


                Fue durante el asedio. Nos encontrábamos a su lado mientras unos
                carpinteros preparaban, por orden suya, cientos de cruces que los
                soldados iban a clavar erguidas frente a las murallas.

                Entre los presos a los que se disponían a crucificar, algunos habían
                gritado que resucitarían como su dios Cristo, al que se unirían en la paz
                eterna. Los judíos a quienes les esperaba el mismo suplicio se apartaron
                de ellos. Los discípulos de Cristo y sus hermanos en el sufrimiento, esas
                dos ramas de un mismo pueblo a quienes la proximidad de la muerte
                debería unir, intercambiaron acusaciones, imputando a sus mutuos
                arrebatos la desgracia que los había alcanzado a todos por igual.

                Y Tito dijo, mirando con curiosidad y desprecio a esos hombres a punto
                de ser crucificados:


                —Esas funestas supersticiones son enemigas de Roma. Tanto los judíos
                como los discípulos de Cristo tienen un alma rebelde. Se niegan a
                reconocer a nuestros dioses y la divinidad del emperador. Quienes creen
                en un dios único son los enemigos del Imperio y pretenden que se



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