Page 172 - Tito - El martirio de los judíos
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Vi cómo avanzaban aquellos hombres armados. Recibían su recompensa
                con emoción por el entusiasmo con que Tito los saludaba.

                Luego éste recitó unas oraciones y bajó de la tribuna en medio de
                aclamaciones.


                Se habían elevado unos altares, cerca de los cuales se concentraban
                decenas de bueyes que iban a ser sacrificados para honrar a los dioses.


                Tito desenvainó su espada, y cuando le llevaron el primer animal, lo
                degolló. Éste se desmoronó en medio de un charco de sangre negra. Fue
                inmolando así a todos los bueyes, que luego ofreció al ejército para que
                la victoria se celebrara con toda dignidad.


                Participé en aquellos festejos que duraron tres días.

                Yo era romano, vencedor, gozaba de Leda ben Zacarías al regresar a mi
                tienda en plena noche algo ebrio.


                Una mañana, al despertarme, descubrí a Flavio Josefo.


                Estaba contemplando a Leda, que permanecía acurrucada al pie de la
                cama. Tenía los ojos abiertos y leí en su mirada tal desesperación que
                me avergoncé de pertenecer al pueblo vencedor.


                Salí con Josefo fuera de la tienda.

                —Sólo Dios sabe lo que valen los hombres —musitó—. No te juzgo, así
                que haz tú lo mismo conmigo.


                Me habían llegado noticias de que Tito le había regalado, a cambio de
                terrenos que su familia poseía en Jerusalén, una vasta propiedad en la
                llanura de Judea.


                En el entorno de Tito se murmuraba. También se había sabido que iba a
                viajar. Que Tito iba a emprender un periplo para visitar las ciudades de
                Cesarea Marítima y Cesarea de Filipo, de Berite y de Antioquía, y a
                algunos les resultaba extraño que el vencedor de los judíos se rodeara
                de judíos como Josefo, como Agripa o el mismo Tiberio Alejandro.
                También se decía que se hallaba bajo el influjo de su concubina, la reina
                Berenice. ¡Y ahora regalaba a ese judío, Flavio Josefo, tierras
                pertenecientes a una provincia que tanto había costado someter a las
                legiones!

                —¿Sabes lo de las tierras? —me preguntó Josefo. Sin esperar mi
                respuesta, recitó:


                —«Así habla el Señor: Del mismo modo que he suscitado tanta
                desgracia para este pueblo, provocaré toda la felicidad que le anuncio.
                Y se comprarán campos en este país arrasado… Se volverán a oír en las




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