Page 175 - Tito - El martirio de los judíos
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No quise saber si Flavio Josefo estaba sentado entre los tribunos que
                rodeaban a Tito en las gradas del anfiteatro de cualquiera de aquellas
                ciudades.

                Pero recuerdo a esos miles de judíos entregados a las fieras en Cesarea
                de Filipo, el 24 de octubre, día del cumpleaños de Domiciano, hermano
                menor de Tito.

                Aún oigo dentro de mí los gritos y las aclamaciones de la multitud que
                se ponía en pie cada vez que una fiera laceraba de un zarpazo el cuerpo
                de un judío.

                En Berite, el 27 de diciembre, día del cumpleaños de Vespasiano, miles
                de presos fueron forzados a enfrentarse, a matarse entre sí; luego los
                supervivientes, entregados a las llamas, alumbraron la gélida noche con
                el resplandor de sus cuerpos convertidos en antorchas.


                Los verdugos inventaban cada día nuevos suplicios: desollando por aquí,
                descuartizando por allá, obligando a los prisioneros a acoplarse y luego
                a devorarse entre sí.

                Tuve que cerrar los ojos en varias ocasiones. Y cuando regresaba junto
                a Leda, no me atrevía a tocarla, como si, por fin, comprendiera que, al
                pretender tomarla, someterla a mi deseo, sólo era un verdugo más
                atormentando a su manera a un vencido.


                Le hablaba a sabiendas de que no me miraría, no me contestaría.
                Porque no había pronunciado una sola palabra desde que me la apropié.
                Y su mutismo me exasperaba. A veces, me abalanzaba sobre ella,
                decidido a azotarla. Pero en el último momento me contenía y optaba
                por abusar de ella con furor, separando sus muslos y hundiéndome en su
                interior sin conseguir que esa brutal unión me satisficiera..

                Al incorporarme, la amenazaba con devolverla a los soldados, o con
                entregarla o venderla a los lanistas, que buscaban para sus
                espectáculos a mujeres jóvenes cuyo cuerpo desnudo expuesto a las
                fieras excitaba los instintos de la muchedumbre.

                Sin embargo, me la quedaba para mí y de nuevo me dejaba vencer por
                el deseo.


                Me acercaba a ella. Le cogía la barbilla. Le levantaba la cara. Me
                irritaban sus ojos siempre cerrados, sus labios siempre apretados. Le
                contaba lo que había visto en el anfiteatro. La amenazaba, la obligaba a
                levantarse, la tiraba de la cama.


                Era su verdugo. La estaba atormentando.

                Le gritaba que era romano, ella una vencida, que era caballero, ella mi
                esclava.




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