Page 178 - Tito - El martirio de los judíos
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desmorone. Nosotros, romanos, acogemos a todos los dioses salvo a los
que excluyen a los demás. Y así es el dios único de los judíos y
cristianos. Por mucho que se opongan, ambas supersticiones tienen la
misma raíz. Los cristianos proceden de los judíos. Una vez arrancada la
raíz, el retoño no tardará en perecer.
—El Eterno es Uno —volvió a susurrar Flavio Josefo—. Cristo sólo es
uno de esos rabíes a quienes la locura y la vanidad han cegado. En estos
alterados tiempos en que el Templo ha sido mancillado y destruido,
algunos hombres repiten sus palabras y se imaginan que es el Mesías.
Pero Tito se equivoca, Sereno. El retoño es un brote seco, y el árbol de
nuestra fe hunde sus raíces en lo más profundo del universo. El Eterno
es nuestro Dios, el Eterno es Uno. El propio Tito lo presiente.
Josefo bajó aún más la voz al pronunciar esas últimas palabras.
Se decía que Tito estaba pensando en casarse con Berenice y que, una
vez desposado con esa reina judía, quizás se sometiera al dios de los
judíos. En vista de su inminente salida para Egipto y luego hacia Roma,
todos querían saber si viajaría junto a Berenice, y, si era así, cómo
acogería el emperador Vespasiano a su hijo, acompañado nada menos
que por una reina oriental perteneciente al pueblo y a la religión que
Roma acababa de vencer.
Cuando, procedentes de Cesarea, volvimos a ver las ruinas de Jerusalén,
oí a Tito maldecir a los bandidos, a los locos que habían desencadenado
la guerra contra Roma y lo habían obligado a él a destruir esta ciudad,
este Templo, este rico y esplendoroso lugar que también brillaba por la
gloria del Imperio y que, al cabo de una guerra cuyo final estaba
cantado desde el principio, había quedado totalmente arrasado.
Tito montó en cólera y pidió que embarcaran de inmediato a Juan de
Gischala, a Simón Bar Gioras y a los setecientos prisioneros elegidos
por su belleza para que llegaran cuanto antes a Italia. Desfilarían ante
el pueblo de Roma el día de la celebración del triunfo de los ejércitos
romanos en Judea.
—Judea capta , Judea cautiva —repitió.
Leda era mi cautiva, pero me separé de ella cuando viajé con Tito de
Jerusalén a Alejandría.
Debíamos cruzar el desierto de Judea, y a Leda la habrían obligado a
caminar entre presos y esclavos.
La confié a unos mercaderes que iban a Alejandría por vía marítima.
También temía que los sicarios y zelotes, quienes se refugiaron en las
ciudades fortificadas de Herodión, Maqueronte, Hebrón y Masada,
intentaran atacar nuestra retaguardia, donde iban los presos. Pero
atravesamos Judea y el Sinaí sin tropiezo, y Tito ofreció en Menfis unos
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