Page 182 - Tito - El martirio de los judíos
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La retuve cuando dio un paso hacia la escotilla, por temor a que cayera
                o se tirara para unirse al sufrimiento de los suyos en vez de quedarse
                conmigo, en este aire caliente que, con el crepúsculo, soplaba desde el
                desierto hacia el mar.


                Dieron la orden de izar la vela y la nave se apartó de tierra mientras el
                tambor de los galeotes empezaba a resonar, a ritmo cada vez más
                acelerado, y el sordo latido del mazo sobre la piel tirante cubría el jadeo
                de los remeros, los gemidos de los prisioneros, cuyos cuerpos imaginaba
                apelmazados como los de los peces en la red recién sacada del agua.

                Apreté la muñeca de Leda ben Zacarías.


                —Te he libertado —dije—. Eres libre. Serás ciudadana romana.


                Liberó con fuerza su muñeca volviéndose hacia mí, y debí afrontar su
                mirada.


                No tuve la menor necesidad de oír las palabras que estaba murmurando
                con mueca despectiva. Decía:

                —Seré libre cuando te haya matado, cuando haya regresado a mi
                patria, cuando Judea haya dejado de estar ocupada y hayan vuelto a
                levantar los muros del Santuario; cuando los sacerdotes puedan
                cumplir, según nuestros ritos, los sacrificios para honrar a Dios Eterno,
                a Dios Uno.


                Agarré su brazo por encima del codo. Mis dedos, mis uñas se clavaron
                en su carne. No se rebeló. No bajó la mirada cuando le contesté:

                —Tu dios te ha abandonado, ha permitido que los romanos venzan a tu
                pueblo y destruyan el Templo, por haberlo mancillado tú y los tuyos.
                Habéis matado a los vuestros. ¡Por vuestra culpa las mujeres han
                perdido la razón y han devorado a sus propios hijos! Por tanto, vuestro
                dios os ha desposeído de todo, te ha entregado a mí, y si yo quisiera te
                devolvería junto con los tuyos o te arrojaría por la borda.


                La tenía sujeta con firmeza, pues le temblaba todo el cuerpo, y pensé
                que sería capaz de saltar al interior de la escotilla o de tirarse al mar,
                con tal de huir de mí y de clamar su libertad y su valor.


                —Vas a ver Roma, la que llaman urbe fuerte, vas a descubrir la
                poderosa ciudad que los dioses han elegido por capital de la humanidad,
                vas a asistir al triunfo de los vencedores de tu pueblo.


                Se revolvió, intentando liberar su brazo de mi puño. Y, al no conseguirlo,
                me escupió a la cara.

                Tengo la impresión, por lo que recuerdo, de no haber soltado en ningún
                momento el brazo de Leda.




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