Page 187 - Tito - El martirio de los judíos
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todas las creaciones de la humanidad. Allí quedarían expuestos los
                jarrones de oro del Templo de Jerusalén.

                Escuchaba y observaba a Flavio Josefo.


                ¿Qué había sido del hombre que llegó a convencerme, citando a los
                profetas de su religión, de que un día el pueblo judío reconstruiría el
                Templo?

                Josefo parecía haber olvidado su tierra. Se alegraba de que Vespasiano
                eligiera depositar en su palacio los velos púrpura del Santuario judío y
                los rollos de la Torá.

                —Estamos en el corazón de la humanidad —no dejaba de repetirme—.
                Dios lo ha querido, Dios lo ha elegido.


                Acompañaba a Josefo al palacio donde vivía, cerca del campo de Marte,
                la reina Berenice.


                Allí impartía justicia. Recibía a su hermano, el rey Agripa, al que
                Vespasiano había otorgado el cargo de pretor. También se presentaba a
                menudo Tiberio Alejandro: Vespasiano lo había nombrado tribuno y
                había mandado erigir la estatua del antiguo prefecto de Egipto en el
                Foro.


                Aquellos judíos eran invitados casi a diario de Vespasiano y de Tito.

                Yo pensaba en Leda ben Zacarías, mi cautiva, en Simón Bar Gioras,
                decapitado.


                Escuchaba con espanto el relato de los combates que las legiones del
                legado Lucilio Baso seguían entablando en Judea contra zelotes y
                sicarios, quienes continuaban resistiendo en las ciudades de Hebrón,
                Herodión, Maqueronte, y que ocupaban la fortaleza de Masada.

                Jamás oí a la reina Berenice, a su hermano el rey Agripa, a Tiberio
                Alejandro o a Flavio Josefo evocar los padecimientos de aquellos últimos
                combatientes judíos.




                La serena belleza de Berenice era tan fascinante que no podía dejar de
                mirarla.


                Jugueteaba con sus numerosos anillos y pulseras. Sus largos brazos
                desnudos surgían entre los velos azules como dos largas serpientes
                cuyos lentos movimientos sugerían una danza de cuerpos lascivos.


                A veces entregaba una de sus joyas, o uno de sus velos, al correo recién
                llegado de Judea para anunciar la caída de Herodión, posteriormente la
                de Maqueronte, y el soldado, aún cubierto de polvo, que había



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