Page 189 - Tito - El martirio de los judíos
P. 189
Oí a Tiberio Alejandro lamentar que la ciudadela de Masada no hubiese
caído aún, y temer que su ubicación en la cresta de una roca la hiciese
inexpugnable.
La había visitado en otros tiempos, antes de que cayese en manos de los
sicarios.
Dominaba el desierto de Judea. El rey Herodes mandó cercarla con unas
murallas todavía más macizas que las de Jerusalén. Hizo cavar cisternas
y almacenes con objeto de que se dispusiese de suficiente agua y
alimento para resistir un largo asedio. Los posibles asaltantes se verían
impotentes, obligados a establecer su campamento en el desierto de
Judea, dominados por ese espolón rocoso tan ancho como una meseta.
Asimismo Herodes ordenó la construcción de alojamientos y un lujoso
palacio. Había terrenos para cultivo de regadío dentro del recinto
amurallado, y la sequía sólo afectaría a los sitiadores.
¿Pero quién podía resistir a Roma?, exclamó Flavio Josefo.
El Imperio era el elegido de Dios. Sus ejércitos resultarían victoriosos
cuando éste se propusiera acabar con Masada.
Aquella fortaleza tenía que caer, pues ya se había cumplido el tiempo de
la alianza de las naciones con Roma, y tocaba el de su desaparición.
Había que congratularse de que Vespasiano hubiera creado en Judea, en
Emaús, una colonia para ochocientos veteranos del ejército.
Era justo que la contribución anual que los judíos entregaban al Templo
de Jerusalén fuese ahora a parar a una tesorería particular, el
Fiscusjudaicus . Así, todo judío tenía la obligación de alimentar, a razón
de dos dracmas por cabeza, el tesoro del templo de Júpiter Capitolino.
—Pero aquel que crea en nuestro Dios puede rezarle en ese templo
personal que es su propia alma —había añadido Flavio Josefo—. Ahora
ya no es el tiempo de las naciones sino el de cada ciudadano.
Añadió mirándome:
—Hasta puedes optar, Sereno, por rezar a Cristo y creer en su
resurrección.
No me gustaron sus palabras ni su irónica, casi despectiva, sonrisa.
Eché de menos los días en que Josefo lloraba viendo que aumentaban las
ruinas de Jerusalén y que no cesaban de levantar las cruces, cuando
intentaba dejar de angustiarse por el porvenir de su pueblo y de su fe.
Pero no había vuelto a citar al profeta Jeremías.
189/221