Page 192 - Tito - El martirio de los judíos
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Capítulo 40




                FUI a Masada.

                Estaba convencido de que Leda había conseguido llegar hasta esa
                fortaleza judía, última en resistir, cuyo nombre nadie se atrevía a
                pronunciar delante del emperador o de Tito.

                Cada vez que un correo del gobernador de Judea, Flavio Silva, entraba
                en palacio, Vespasiano lo recibía de inmediato.


                Todos acechaban las reacciones del emperador. Tito le leía lentamente
                los despachos.


                Los escasos cientos de sicarios encabezados por Eleazar ben Jaír
                seguían resistiendo. La rampa de acceso que Flavio Silva había hecho
                construir desde un promontorio no estaba acabada. Por tanto, aún no
                había sido posible acercar a las murallas las máquinas de asedio, las
                catapultas y los arietes. Los sicarios habían atacado con éxito en
                numerosas ocasiones.

                Flavio Silva pedía un refuerzo de varias cohortes y un nuevo contingente
                de esclavos judíos.


                Vespasiano se enojó: Silva ya disponía de diez mil hombres y de cinco
                mil esclavos. ¿No eran suficientes para acabar con menos de un millar
                de judíos?


                Se volvió hacia Flavio Josefo y Tiberio Alejandro, que conocían el lugar.
                Uno y otro le recordaron que Masada se encontraba en pleno desierto,
                que las tropas romanas tenían su campamento al pie de ese
                promontorio, que su aprovisionamiento en agua y alimentos debía
                llevarse a diario desde el oasis de Ein Gedi, a varias horas de marcha,
                con un calor asfixiante, al borde de ese mar Muerto por encima del cual
                flotaba permanentemente una bruma de calor amarillo azufre.


                Vespasiano hizo una mueca, con el rostro más contraído que de
                costumbre. Daba la impresión de que todo su cuerpo sufría. Se
                aplastaba el vientre con sus anchas manos de soldado. Luego despidió al
                correo con un gesto, se encogió de hombros, susurró que la guerra de
                Judea había acabado, que esos sicarios morirían de hambre y de sed ya
                que Flavio Silva había cercado el promontorio con un muro de asedio.

                Pero Flavio Josefo se acercó al emperador, le susurró que el rey
                Herodes había mandado cavar en el corazón de dicha fortaleza unas
                cisternas que podían contener suficiente agua para aplacar la sed de
                cientos de hombres durante meses, puede que años. Y que el clima seco



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