Page 195 - Tito - El martirio de los judíos
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                —¡A nadie, óyeme bien, Sereno, no dejaré salir a nadie vivo de las
                ruinas de Masada!


                Recordé las palabras de Flavio Silva cuando vi a dos mujeres, con unos
                niños agarrados a ellas, surgir bajo la tierra mientras las llamas
                arrasaban la fortaleza de Masada, tras meses de asedio y de combate.


                Con los brazos abiertos y los niños arrimados a ellas, ambas mujeres
                avanzaron hacia nosotros. Iban desmelenadas y aullaban palabras que
                no alcanzaba a entender debido al fragor del incendio y de los muros al
                derrumbarse.


                Me hallaba entre los soldados de la primera fila, junto al centurión.

                La víspera, las antorchas y las flechas untadas con pez ardiendo
                abrasaron las vigas que sostenían el segundo recinto.


                Habíamos necesitado decenas de días para abrir una brecha en la
                primera muralla y para que los arietes empezaran a quebrantar la
                segunda. Pero estaba rellena de tierra, y los arietes, en vez de
                reventarla, la reforzaban apelmazando la arena.


                Flavio Silva ordenó entonces cargar las catapultas, los escorpiones y las
                balistas con bolas de trapo untadas de pez, y encender las flechas para
                intentar incendiar aquel recinto junto con la fortaleza.


                Pero teníamos el viento en contra, y las llamas, en vez de arrasar
                Masada, empezaron a quemar las máquinas de asedio.

                A pesar de las voces de mando de centuriones y tribunos, los soldados
                retrocedían, murmuraban que los dioses habían optado por proteger a
                los judíos, que esa fortaleza era inexpugnable, que había que renunciar
                a conquistarla y salir de ese desierto de Judea donde ya habían caído
                tantos hombres. Bastaban pocos días para que sus cadáveres devorados
                se convirtiesen en montones de huesos blanqueados y confundidos con
                las piedras.

                Pero, repentinamente, al caer la noche, el viento cambió y sopló a
                ráfagas hacia la fortaleza, llevando el fuego hasta su centro y
                devorando las vigas que sostenían el recinto.

                —¡Los dioses están con nosotros! —exclamó Flavio Silva, y los soldados
                lanzaron su grito de guerra.







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