Page 200 - Tito - El martirio de los judíos
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                ABANDONÉ el campamento romano junto con quienes se habían
                convertido en «mis» judíos. Estuve cabalgando cerca del carro en el que
                ambas mujeres y los cinco niños estaban tumbados, inmóviles,
                acurrucados unos contra otros, con el rostro oculto por velos negros, de
                modo que parecían cadáveres a punto de ser arrojados a una fosa.


                A menudo temí que los soldados de las cohortes que caminaban
                alrededor del carro lo volcasen, tirando por tierra a esos judíos a los
                que, a su entender, no debí librar de la esclavitud o la muerte.

                Pero yo era Sereno, caballero romano, allegado del emperador y de
                Tito, y el propio Flavio Silva, por muy gobernador de Judea que fuera,
                no había tenido más remedio que aceptar que me uniese con mi equipaje
                a esas cohortes que, una vez destruida Masada, regresaban a
                Alejandría.


                Hasta conseguí que se me vendiera al esclavo judío que había traducido
                el relato de la joven.

                Se llamaba Anán, llevaba las riendas del carro y salmodiaba,
                balanceándose de atrás adelante, sin parecer oír los insultos que le
                soltaban los soldados, las amenazas que proferían. Le decían que era
                carne para chacales. En Alejandría, lo soltarían en la arena y ya se
                vería si sus oraciones en griego, en hebreo, en latín, en arameo,
                bastaban para contener a las fieras, para evitar que sintiera cómo los
                colmillos de los leones le quebraban los huesos.

                Yo miraba su espalda desnuda estriada por los latigazos que había
                recibido durante el asedio. ¿Cuántos, de los cinco mil esclavos judíos
                que habían acarreado la tierra, las piedras, el agua y las vituallas,
                habrían sobrevivido?


                Un centenar de ellos caminaban al final de la columna, cargados como
                acémilas, azotados como ellas, y algunos se desmoronaban y sus
                guardianes los empujaban con el pie hasta los bordes de la pista sin
                hacerles el favor de rematarlos de un lanzazo. Agonizarían lentamente,
                despedazados por los chacales y las hienas, cuyas furtivas siluetas veía
                sobre las alturas entre las cuales se deslizaba el camino.

                Luego se abrió el horizonte y la pista se ensanchó, corriendo pareja a la
                orilla de un mar tan gris como la arena.


                Nos estábamos adentrando en el delta y reconocí los pueblos egipcios,
                esos amontonamientos de cubos amarillos entre los cuales correteaban
                los perros. Las cohortes llegaron hasta el campamento de la legión y




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