Page 205 - Tito - El martirio de los judíos
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Hizo un movimiento de cabeza y luego me advirtió.


                Bandas de sicarios seguían merodeando entre Gaza y Cesarea. Esa
                gentuza se había esparcido por todo Oriente.


                Catulo, gobernador de Libia, tuvo que hacer frente a un ataque de esos
                bandidos. Mató a más de tres mil, capturó a su jefe, un tal Jonatán, y
                éste le confesó que disponía de cómplices entre los judíos supuestamente
                romanos, ciudadanos y hasta magistrados del Imperio. Había revelado
                sus nombres.


                Quise alejarme, pero Lupo era de esos acusadores y delatores que
                vierten su veneno sobre todos aquellos a quienes se acercan.


                Me retuvo, apretándome el brazo y diciéndome con tono meloso que no
                me tenía — «¡Todavía no, Sereno!», dijo riendo— por uno de esos
                traidores a Roma, de esos a quienes los judíos, los sirios o los egipcios,
                o también esos discípulos de Cristo, habían corrompido.


                —¡Pero te sorprenderás, Sereno, cuando conozcas los nombres de los
                cómplices de los sicarios!

                Añadió que Catulo pensaba desplazarse a Roma para que compareciera
                allí el judío Jonatán ante el emperador. Éste tenía que oír con sus
                propios oídos los nombres de los aliados de los criminales de Judea, y
                quedaría sorprendido al reconocer a muchos judíos a los que acogía en
                su palacio.


                —También tú, Sereno, eres amigo de algunos de ellos. Conoces a esa
                reina judía que, según dicen, se dispone a casarse con Tito. Créeme,
                apártate de los judíos, incluso de aquellos que aseguran haber renegado
                de su fe. Un judío nunca deja de ser judío. Si los hubieras visto, como yo,
                negarse bajo tortura, con un hierro candente clavado en los ojos, a
                reconocer la autoridad de nuestro César, sabrías de qué demonios te
                hablo. Y los niños, los ancianos, las mujeres poseen igual determinación,
                gozan de los mismos poderes malignos. Odian todo lo que respetamos y
                celebramos, a nuestros dioses, al emperador. Se niegan a oficiar
                sacrificios al pie de las estatuas de nuestras divinidades. Son, al igual
                que todas sus sectas, enemigos de la humanidad.


                Se volvió y miró a Anán con desprecio.

                —No hay judío esclavo, Sereno. Se creen superiores a todos los demás
                pueblos. Y tú — tendió el brazo, tocándome el pecho con el índice— los
                salvas, los libertas. ¿Te vas a convertir en judío? Entonces, tendrás que
                permitir que te corten la punta del falo. O si no, hazte cristiano: dicen
                que esos judíos no están circuncidados. Para mí, todos son hijos de las
                fuerzas oscuras, y por eso los crucifico, los quemo o los echo a las
                fieras. Pero en Roma se les protege y escucha. Aconsejan a nuestro
                emperador. Y tú, aquí…




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