Page 204 - Tito - El martirio de los judíos
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                COMO BEN Zacarías, miré al cielo intentando así huir de esta tierra
                empapada de sangre.


                Salí de Alejandría con Anán y cabalgué por la pista que, a través del
                desierto de Judea y a lo largo de la orilla del mar, lleva al puerto de
                Cesarea. No había un solo pueblo o ciudad donde no se hubiese sufrido.


                En Heliópolis vi a los soldados mandados por Lupo, gobernador de
                Egipto, echar abajo las puertas del templo judío y empezar a saquearlo.

                Puse mi mano sobre el hombro de Anán, cuyo dolor comprendía a la vez
                que compartía.


                Un centurión se acercó a nosotros y puso la punta de su espada en el
                pecho de Anán, y debí vociferar con voz de mando que ese hombre era
                mío y que quien lo ofendiera o hiriera respondería por ello ante los
                tribunales del emperador.


                Unos soldados nos rodearon, luego los tribunos y Lupo se acercaron a
                nosotros.


                Lupo, que ya me había recibido en su palacio de Alejandría, me
                reconoció, apartó a los soldados, se extrañó de mi presencia y, cuando
                le expliqué que me dirigía hacia Cesarea para embarcar hacia Italia, rio
                sarcásticamente.


                ¡Tenía la mente tan retorcida como la de un judío! ¿Cómo podía ignorar
                que varias galeras y veleros salían a diario del puerto de Alejandría
                hacia los de Ostia o Puteoli? Bastaba con seis días, si los vientos eran
                favorables, para alcanzar Italia. No había en el Mediterráneo puerto
                mejor situado que el de la segunda ciudad del Imperio. Allí acudían para
                embarcarse desde todas las provincias de Asia y de África, y hasta de
                Grecia.


                —¿Y tú, Sereno, tú que ya has hecho este viaje, atraviesas el desierto
                junto con un judío para ir a Cesarea?

                Con ironía y suspicacia, tomó por testigos a los tribunos:


                —¿Tanto te gusta Judea, Sereno? Y los judíos también, sin duda. ¿No
                serás de esos ciudadanos que prefieren las supersticiones y las profecías
                orientales al debido respeto por nuestras divinidades, por nuestro
                César?







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