Page 201 - Tito - El martirio de los judíos
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proseguimos nuestra ruta hasta la puerta Canópica, cabalgando
lentamente por aquel barrio de blancas y espaciosas moradas rodeadas
de jardines.
Reconocí la de Ben Zacarías, oculta tras los macizos de laureles que
dominaban indolentes palmeras mecidas por la brisa marina.
Quedamos de inmediato rodeados por una decena de esclavos armados
con garrotes y venablos.
Me adelanté mientras, en el carro, las dos mujeres y los niños se
incorporaban. Al apearse, Anán fue rodeado por esclavos amenazantes
que esgrimían sus armas. Grité y entonces Ben Zacarías salió de su
vivienda.
Lo reconocí por la voz, por la intensidad de su mirada, pero su rostro
había adelgazado tanto, tenía el cuerpo tan encorvado, que por un
momento temí haberme equivocado.
Vino hacia mí con los brazos tendidos, las manos abiertas, y emanaba
tanta desesperación que supe de antemano que su hija Leda había
muerto.
Me asió por las muñecas.
—Me habló de ti —murmuró.
Me sentía tan emocionado que no pude contestar, y, señalando a las dos
mujeres, a los niños, a Anán, le dije:
—Dales cobijo. Son supervivientes.
Agachó la cabeza.
—Leda vino —prosiguió como si no me hubiera oído—. Creí que estaría
a salvo. Pero luego llegaron los sicarios huidos de Judea. Quisieron
embarcarnos en otra locura. Mataron a quienes se resistieron. A mí no
me mataron porque Leda me protegió uniéndose a ellos. Ha perecido
junto a los demás. Pero Dios le ha ahorrado los suplicios.
Me condujo dentro de su casa y pisé aquellas habitaciones frescas y
sombreadas cuyo recuerdo conservaba.
Nos sentamos en el patio interior, al borde de la fuente.
—Torturaron de mil maneras a quienes apresaron —prosiguió Ben
Zacarías—. Los mutilaron, los quemaron. Les exigieron que aceptaran
al emperador como amo. Ni uno solo de ellos despegó los labios.
Se llevó ambas manos a la frente.
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