Page 197 - Tito - El martirio de los judíos
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Me volví hacia las mujeres agarradas la una de la otra por los hombros,
                con los niños acurrucados entre ambas.

                El centurión empujó hacia mí al esclavo judío que ejercía de intérprete.


                —¿Dónde están los combatientes, los demás habitantes de la fortaleza?
                —pregunté.

                El esclavo tradujo, y la mujer más joven, aquella que creí y tuve la
                esperanza de que fuera Leda ben Zacarías, dio un paso hacia mí. Se
                puso a hablar con voz sorda.


                No podía apartar mis ojos de su rostro petrificado, del que sólo se
                movían los labios, y cuya mirada fija se clavaba en mí hasta
                atravesarme.

                Me volví hacia el esclavo y lo vi llorar.


                La joven se interrumpió y el hombre tradujo.


                —Anoche, Eleazar ben Jaír reunió a sus compañeros más valientes en
                una de las salas del palacio, después de que hubiese cambiado el viento
                y empezado el incendio a abrasar el segundo recinto. Dijo: «El incendio
                que tenía acosados a los romanos no se ha vuelto de repente contra
                nosotros por sí solo. Dios, que antes nos amaba, ha condenado al pueblo
                judío. Pues si hubiese seguido siendo benevolente, o sólo
                moderadamente hostil, no habría permanecido indiferente a la pérdida
                de tantos seres humanos, ni abandonado a su ciudad más santa hasta
                permitir que la incendiaran y destruyeran, que mancillaran e hicieran
                añicos nuestro Santuario. Ahora nos toca a nosotros. Estamos siendo
                castigados por todos los crímenes que, en nuestra locura, nos hemos
                atrevido a cometer contra nuestros compatriotas. Pero no padeceremos
                el castigo por esos crímenes de la mano de nuestros peores enemigos,
                los romanos, sino de la mano de Dios, matándonos a nosotros mismos.
                Que mueran nuestras mujeres sin haber sido violentadas, nuestros hijos
                sin haber padecido la esclavitud, y hagámonos después ese generoso
                favor los unos a los otros, preservando así nuestra libertad a modo de
                noble mortaja. Pero antes destruyamos mediante el fuego todos nuestros
                bienes y la fortaleza: estoy seguro de que los romanos quedarán
                desconsolados de no poder apoderarse de nuestras personas, y
                frustrados al verse sin botín. Dejemos sólo los víveres, porque darán fe
                tras nuestra muerte de que no nos venció la hambruna, sino que, de
                acuerdo con nuestra decisión, preferimos la muerte a la esclavitud.
                ¡Pues es la muerte la que otorga al alma su libertad y le permite partir
                hacia esa morada que es su patria y donde quedará libre de todo
                infortunio! ¡Muramos sin haber sido esclavos del enemigo, y, como
                hombres libres, dejemos esta vida junto con nuestros hijos y nuestras
                mujeres! ¡Esto es lo que nos ordenan nuestras leyes, esto es lo que nos
                suplican nuestras mujeres e hijos! Esto es lo que nos exige Dios, y lo
                contrario de lo que los romanos desean: lo que más temen es que uno
                solo de nosotros muera antes de la toma de la ciudadela.



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