Page 193 - Tito - El martirio de los judíos
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y el aire puro habían debido de conservar intactas las reservas de
                alimentos.

                Vespasiano refunfuñó, ladeó la cabeza y abandonó la sala, no sin soltar
                justo antes de salir:


                —¡Que no me vuelvan a hablar de Masada, jamás, hasta el día en que se
                haya convertido en un montón de ruinas bajo las cuales estén
                enterrados esos judíos!


                Leda debía de estar entre ellos. Había soñado varias veces con ella.
                Siempre se me aparecía en la cumbre de un monte que yo intentaba
                escalar. Las piedras caían rodando a mi alrededor, haciendo peligrosa
                mi escalada. Tomaba un sendero sinuoso obstruido por bloques, y
                cuando pretendía deslizarme entre ellos, me topaba con un recinto
                amurallado y me convertía en blanco de arqueros y honderos judíos.

                Cuando, un día, Flavio Josefo y Tiberio Alejandro evocaron aquel
                sendero llamado de la Serpiente, única vía de acceso a Masada, pensé
                de inmediato en el sendero que tomaba en mis sueños.

                Decidí entonces ir a Judea.


                Vi Masada.


                Jamás habría podido imaginar una fortaleza natural tan imponente, una
                especie de bloque afilado alzándose en medio del desierto.


                Su sombra y su masa aplastaban el campamento romano.


                Escalé el promontorio de piedras blancas que, por encima de un
                precipicio, se aproximaba al recinto. Miles de esclavos judíos azotados
                por legionarios transportaban tierra y piedras para ensancharlo,
                elevarlo y alargarlo lo bastante para convertirlo en rampa de acceso.

                Permanecí un rato en su extremo.


                El aire estaba tan reseco que los labios y la piel se agrietaban. Soplaba
                el viento del desierto y tenía la impresión de que miles de dardos se me
                clavaban en el cuerpo y de que la boca se me llenaba de arena ardiente.


                Bajé al campamento. Hacía tanto calor dentro de la tienda que preferí
                sentarme en el exterior, en el fino rectángulo sombreado que ésta
                dibujaba sobre el pedregoso suelo.

                Quise beber, pero el agua traída por los esclavos judíos desde el oasis de
                Ein Gedi estaba tan salada, tan caliente, que la escupí. Sin embargo, el
                calor era tan intenso, tan grande era mi sed, que volví a tomar la
                cantimplora y me bañé con ella el rostro y los labios, aunque tuve la







                                                                                                   193/221
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