Page 198 - Tito - El martirio de los judíos
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¡Apresurémonos pues a dejarles, en vez de la alegría que esperan por
                nuestra captura, el estupor ante nuestra muerte y la admiración por
                nuestra intrepidez!».





                La joven prosiguió su relato, siempre vuelta hacia mí, deteniéndose tras
                cada frase como si hubiese querido que el traductor no olvidara ninguna
                de las palabras que describían cómo cada hombre había matado a su
                propia esposa y a sus hijos, luego cómo habían elegido por sorteo a los
                diez hombres que debían degollar a todos los demás, cómo se habían
                tumbado éstos junto a sus mujeres e hijos muertos, cómo habían
                ofrecido la garganta. Luego, sólo uno de entre los ejecutores debía
                matar a los otros nueve antes de suicidarse.


                —Ella y yo hemos querido salvar a estos niños, por eso nos ocultamos
                en el acueducto subterráneo —explicó.


                La joven retrocedió, se abrazó a su compañera y estrechó a los niños
                contra ella.

                Entré con los soldados en el palacio y vi a esa muchedumbre de muertos
                tumbados unos junto a otros.


                No tuve el valor ni la locura de inclinarme hacia cada rostro de mujer.

                Si Leda ben Zacarías había conseguido llegar hasta Masada, debía de
                estar entre las muertas. Su cuerpo tenía que hallarse entre los demás,
                como los de aquellas mujeres, enterrado en la tierra o sepultado bajo
                las ruinas.

                Si estaba viva, en Judea o en otra parte, lejos de Roma, sólo Dios podía
                decidir que nuestros caminos volviesen a cruzarse.


                Regresé al campamento.

                En él reinaba el silencio de las derrotas.


                Entré en la tienda de Flavio Silva. Estaba tumbado sobre su litera, con
                las manos cruzadas bajo la nuca. Se levantó.


                —Ese desprecio por la muerte —murmuró—, ese valor…


                Sonrió cansadamente.

                —El emperador no me concederá el triunfo. Además, ¿qué prisioneros
                podré hacer desfilar por Roma? ¡Dos mujeres y cinco niños!


                Soltó una risotada despectiva y luego se encogió de hombros.






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