Page 202 - Tito - El martirio de los judíos
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—Locura, fidelidad, fuerza de carácter: que cada cual elija la
                explicación que quiera, pero prefirieron morir en silencio. Sus cuerpos
                parecían insensibles, y algunos sonreían como si los embargara la
                alegría. Sereno, he agradecido a Dios que evitara a Leda esos
                padecimientos.


                Se encogió aún más, ocultándose el rostro con las manos.

                —Los niños —susurró—, hasta los niños fueron torturados, y ninguno de
                ellos quiso llamar «amo» al emperador. La fuerza de su voluntad, la de
                su fe superaba la debilidad de su cuerpo.

                Se incorporó.


                —¿Quién ha traicionado a su pueblo, a su fe? ¿Estaban locos esos
                hombres, mujeres y niños, o soy yo, nosotros, quienes nos hemos
                inclinado ante el César, nosotros los renegados, los apóstatas, los
                auténticos traidores?


                —En Masada… —empecé a decir.

                Me detuvo con un movimiento de cabeza. Ya lo sabía.


                —Dios y nuestra Ley condenan el suicidio —murmuró—. Pero esa
                muerte elegida para evitar entregar el propio cuerpo al enemigo, para
                no arriesgarse a rendir el alma con tal de evitar el sufrimiento, es un
                acto de libertad. El alma regresa así a su morada natal, participa de la
                fuerza de los bienaventurados, de un poder sin trabas, permanece viva y,
                como el propio Dios, invisible a la mirada humana.

                Evalué la fuerza de la tentación que estaba expresando.


                Desde la muerte de Leda, Ben Zacarías debía de estar pensando sin
                cesar en acabar con su vida, en deshacerse de ese peso de cuerpo y de
                desesperación para por fin descansar.


                —¿Por qué temer la muerte? —siguió susurrando—, ¿acaso no es una
                insensatez buscar la libertad en esta vida terrenal y rechazar la que es
                eterna?

                Me callé durante un largo rato. No tenía nada que contestar. Yo también
                había tenido esa tentación.


                —Esas dos mujeres, esos cinco niños —proseguí finalmente—, esos
                supervivientes de Masada a los que Dios decidió perdonar y traer hasta
                ti, ¿quién va a ocuparse de ellos, a transmitirles la fe de tu pueblo, tu fe,
                Ben Zacarías?









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