Page 206 - Tito - El martirio de los judíos
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Me empujó, me ordenó que saliera de la ciudad cuanto antes, pues de no
                ser así perdería a mi esclavo y quizá también la vida.

                Reemprendí mi camino en dirección a Yavne, ciudad que, me dijo Anán,
                se había convertido en uno de los últimos refugios de los judíos. Un rabí,
                Gamaliel, había reunido a numerosos supervivientes, a los que había
                convertido en jóvenes alumnos. Leían juntos la Torá. Intentaban
                comprender lo que Dios quería, lo que esperaba del pueblo judío, y por
                qué había permitido que los romanos destruyeran el Templo y la ciudad
                sagrada.

                Yo escuchaba a Anán.


                Sabía que, una vez que hubiese regresado a Roma, no volvería más a
                Judea. No caminaría más bajo su cielo. No contemplaría más esa
                extensión tan intensamente azul, tan resplandeciente que, a veces,
                parecía blanca.


                No la vería más, al atardecer, cubrirse de oro, luego inundarse de rojo,
                ensangrentada, antes de arroparse con los velos del duelo nocturno.

                Pero llegamos a Yavne cuando estaba desgarrándose aquella fúnebre
                túnica y una vigorosa luz renacía del lado del mar.


                Estaba amaneciendo y las calles ya estaban repletas de un gentío activo.
                Vi a Anán erguirse, soltar el peso de la humillación y de la servidumbre
                para caminar recto, como un hombre libre.


                Fue él quien me condujo hasta Gamaliel.

                Estuve escuchando. Alrededor del rabí, se lamentaban, se acusaban, se
                cuestionaban acerca del abandono del pueblo judío por parte de Dios,
                de la penitencia y el castigo que había que infligirse para recuperar su
                amor, para arrepentirse de los sacrilegios cometidos. Escuché a los más
                exaltados decir que, en vista de que el Templo había sido destruido,
                había que rechazar toda alegría, dejar de amar, de dar la vida, que
                actuar como los…


                Bajaban la voz, pero yo no necesitaba oír pronunciar el nombre de
                Masada para saber que estaba en la mente de todos. Aquellos últimos
                combatientes habían elegido morir tras haber luchado.


                ¿Por qué no seguir su ejemplo si el Santuario y Jerusalén no eran más
                que ruinas?


                —Hijos míos, escuchadme —decía Gamaliel—. Es imposible no llorar lo
                que hemos perdido, pero lo es asimismo llorar demasiado, elegir la
                muerte. ¡Hay que vivir!







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