Page 208 - Tito - El martirio de los judíos
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CUANDO en Roma evoqué para Flavio Josefo el cielo resplandeciente y
el sol ocre de Judea, primero cerró los ojos como si quisiera verlos en su
interior, olvidando por un instante el calor pegajoso y maloliente que
asfixiaba la ciudad en esos días de verano.
Proseguí, y le conté lo que había visto y oído en la sinagoga de Yavne.
Repetí las palabras del rabí Gamaliel y las de Anán. Le dije que había
libertado a ese esclavo y lo había dejado entre los suyos en Judea.
Flavio Josefo me miró y vi cómo se le contraía el rostro en una mueca
amarga.
Y eso que me estaba recibiendo en la casa donde había vivido
Vespasiano antes de convertirse en emperador. Vespasiano había
querido que Flavio Josefo se instalara en ella, como clamorosa muestra
del afecto que le tenía y de la alta protección de que gozaba Josefo.
Nada más llegar a Roma me habían cuchicheado que Flavio Josefo era
el judío al que más caso hacían el emperador y Tito. Le habían asignado
una renta de cien mil sestercios. Vivía rodeado de un tropel de esclavos.
Había repudiado a su esposa y se había casado con una joven judía
procedente de una adinerada familia de Creta. La mantenía oculta.
Rieron, me dijeron que actuaba sabiamente, porque la lujuria y el
desenfreno reinaban en Roma. Las más ilustres mujeres se comportaban
como putas y tomaban por amantes a gladiadores y esclavos. El propio
Vespasiano había tenido que decretar una ley que condenaba a aquellas
que metieran en su cama a un sirviente a ser ellas mismas tratadas
como sirvientas. ¿Pero quién hacía caso? ¡Aquella ley era inaplicable, a
menos que todas las esposas romanas quedaran convertidas en esclavas
domésticas!
Comprendí lo que había querido señalarme Flavio Josefo cuando me
confesó con orgullo: «Los padres de mi nueva esposa son de la más alta
alcurnia, una de las más estimadas de Creta. Las cualidades de mi
esposa hacen de ella una mujer superior entre mil…».
Repetí aquella frase a esos escritores, esos retóricos, esos historiadores
que, como Tácito, Juvenal o Marcial, habían venido a visitarme al día
siguiente de mi llegada a la casa de Séneca, donde me alojaba. Para
ellos, yo era ya un «viejo romano» y, por tanto, un hombre capaz de
entender su rencor, su cólera.
Me dijeron que los judíos habían extendido aún más su poder. Flavio
Josefo encerraba a su mujer, que había querido virgen, pero aconsejaba
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