Page 210 - Tito - El martirio de los judíos
P. 210

Quería poner fin a las calumnias. No había traicionado a su pueblo, su
                fe, sino que, al elegir el bando romano, había preservado el porvenir
                contra esos sicarios, esos zelotes, esos bandidos que no habían tenido
                otra salida que matar a sus esposas e hijos, y luego matarse entre sí,
                para no dejar más herencia que su muerte.


                ¿Acaso el exterminio de madres e hijos, el suicidio de los hombres,
                podían reconciliar al pueblo judío con Dios?


                Se levantó, me leyó con voz firme las primeras líneas de su libro:


                —«Yo, Josefo ben Matías, sacerdote de Jerusalén, tras haber guerreado
                contra los romanos y, obligado por las circunstancias, haber seguido el
                resto de las operaciones bélicas del lado de ellos, me he propuesto
                redactar el relato de las mismas para conocimiento de todos los
                ciudadanos del Imperio y de aquellos de mi pueblo que quieran conocer
                la verdad…».


                Le dije que, si lo hacía, suscitaría el resentimiento de los judíos, quienes
                lo considerarían un traidor, y el de los romanos, quienes lo envidiarían y
                buscarían comprometerlo.


                Cité el nombre del gobernador de Libia, Catulo; hablé de las confesiones
                que había obtenido de ese sicario, Jonatán, el júbilo con que Lupo,
                gobernador de Alejandría, me había contado esa conjura de la que
                esperaba la condena de Josefo y de los judíos del entorno de Vespasiano
                y de Tito.


                —El emperador desbaratará ese complot tramado contra mí —me
                contestó Flavio Josefo.


                Seguí, desalentado, las peripecias de ese asunto, la llegada a Roma de
                Catulo y de su prisionero encadenado.

                Fui testigo de la comparecencia de ese Jonatán ante los jueces, le oí
                repetir sus acusaciones con voz titubeante. Y vi al emperador y a Tito
                entrar en la sala de audiencia, escuchar, ordenar que abrieran una
                investigación y que volvieran a interrogar a Jonatán recurriendo a todos
                los medios necesarios.


                Confesó, disculpó a Flavio Josefo, a la reina Berenice, a otros más.
                Reveló que no había hecho más que obedecer a Catulo destilando sus
                calumnias.


                Tito exigió que se absolviera a los acusados —quedando así libres de
                toda sospecha— y que se celebrara su fidelidad al emperador.


                Jonatán fue torturado y luego quemado vivo.







                                                                                                   210/221
   205   206   207   208   209   210   211   212   213   214   215