Page 213 - Tito - El martirio de los judíos
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Capítulo 45




                DURANTE los meses que siguieron a la partida de Berenice perdí, todo
                deseo de conocer la realidad del mundo.


                Había vivido lo suficiente para imaginar el dolor de Tito, valorar la
                sabiduría política de su decisión y adivinar lo que anunciaba: la cercana
                muerte del emperador Vespasiano y el acceso de su hijo al trono.


                Me sentía como un espectador sentado en la grada más alta del
                anfiteatro y que ha visto tantas cruces, tantos cuerpos devorados por
                las fieras, gladiadores muertos, mujeres entregadas a la furia de un
                toro, que ya nada puede sorprenderlo, aunque siga sintiendo asco.


                Por eso, me bastaba con mirar a Domiciano, el hermano pequeño de
                Tito, para percatarme de su tremenda envidia.


                Le deformaba la cara. Su rostro, retorcido por el resentimiento y la
                crueldad, me recordaba el de Nerón. Sin duda, aquel hombre reinaría
                algún día sobre el Imperio y mataría antes de que lo mataran.

                Se rumoreaba que se encerraba a diario en una habitación de su palacio
                para dedicarse, en exclusiva y durante horas, a atrapar moscas que
                atravesaba con un alfiler muy fino. Para algunos era su manera de
                sodomizarlas. Se comentaban sus depravadas costumbres, las palabras
                de una carta escrita por él ofreciéndose por una noche al pretor Claudio
                Polio; también se había prostituido con el cónsul Nerva, que, según
                decían, permanecía al acecho, listo para tomar el poder por asalto
                cuando las circunstancias se prestaran a ello.

                ¿Qué podían importarme todavía esas conjuras del vicio, de la ambición
                y de la envidia combinados?

                Sólo era un caballero romano que había sobrevivido a Nerón, que había
                visto a tantos hombres ajusticiados, tantos cuerpos amontonados en los
                barrancos del Cedrón y del Gehena, o en las ruinas de Masada, que
                estaba hastiado de los juegos del mundo.

                Por tanto, mi idea era dejar Roma, retirarme en la villa de mi ancestro
                Gayo Fusco Salinator, en Capua.


                ¿Pero cómo habría podido dejar de asistir a los funerales del
                emperador, muerto, tal como había yo previsto, apenas unos meses
                después de que Tito, «a pesar de él y de ella», se separara de Berenice?









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