Page 215 - Tito - El martirio de los judíos
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Aún seguía en Roma cuando Tito mandó perseguir por toda la ciudad y
                detener a quienes, durante todos los reinados, vivían de espiar a los
                ciudadanos, de propagar murmuraciones en palacio, de calumniar a
                cambio de una recompensa, de propalar rumores para suscitar
                conspiraciones, rivalidades, y poder así sacar provecho de su delación.


                Los soldados tenían encadenados a varios cientos de ellos.

                Vi a Tito acercarse a ellos, que rogaban piedad y evidenciaban su
                cobardía en cada mímica, cada gesto.


                Ordenó que los llevaran a ese inmenso anfiteatro iniciado por
                Vespasiano y cuya construcción él mismo había finalizado
                recientemente. Las gradas de ese Coliseo estaban repletas de una
                muchedumbre aulladora. Y temí que entregara a esos delatores a las
                fieras, haciendo así que la crueldad empañara la rectitud de su decisión
                respecto a su manera de gobernar.


                Pero sólo fueron azotados, y luego enviados a las islas salvajes, y el
                pueblo de Roma se quitó de encima a esa gentuza durante unos meses.

                Aplacé mi salida hacia mi ciudad de Capua. Flavio Josefo, que veía a
                diario a Tito, insistía en que permaneciese en Roma junto a él.


                Por lo que decía, el emperador necesitaba la ayuda de todos los que
                temían los complots de Domiciano y la subida al trono de ese ser cruel,
                antojadizo, quizás aún más perverso que Nerón.


                Flavio Josefo me contó que Domiciano odiaba tenazmente a quienes
                llamaba «demonios orientales», judíos y discípulos de Cristo, de quienes
                estaba convencido que habían hecho todo lo posible por oponerse a él
                aconsejando a Vespasiano y ahora a Tito.


                Entendí los motivos de Josefo.

                Tito no sólo no perseguía a judíos ni a cristianos, sino que los
                escuchaba, y además protegía a uno de sus primos, Flavio Clemente, del
                que se rumoreaba que se había unido a la secta de Cristo.

                Sentí, durante aquellos meses, renacer en mí algo de esperanza.
                ¿Acabarían consiguiendo los hombres de la nueva fe cambiar la
                realidad del mundo?

                Pensaba en Anán, en el rabí Gamaliel, en Flavio Josefo, en ese pueblo
                judío al que Cristo pertenecía y cuyo destino estaba marcado por el
                sufrimiento. Flavio Josefo me repetía:


                —Sereno, he estudiado y meditado el destino de mi pueblo. Entre todas
                las naciones, y desde el principio de los tiempos, creo que la de los
                judíos posee la plusmarca absoluta de la desgracia…




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