Page 218 - Tito - El martirio de los judíos
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NO me había equivocado.
Vi que aparecían hombres cubiertos de un polvo negro. Unos caminaban
alelados, tambaleándose, tropezando bajo los naranjos, mientras otros
permanecían tumbados boca abajo.
Uno de ellos se acercó titubeando hasta mí. ¿Esclavo o ciudadano? Sólo
era un hombre que contaba cómo llamas y cenizas ardiendo habían
surgido de la montaña y sepultado varias ciudades: Pompeya,
Herculano. El fuego había llegado a alcanzar el mar.
La gente moría asfixiada por ese polvo negro.
Se pasó los dedos por las mejillas, me enseñó sus manos.
Algo después, unos correos que cabalgaban hacia Roma se detuvieron,
confirmando que miles de habitantes habían desaparecido bajo la
ceniza, que no había manera de acercarse a los lugares donde habían
existido prósperas ciudades cuyos nombres repetían temblando:
Pompeya, Herculano, Stabia, Oplontis, y otras más.
A algunas se las había tragado un torrente de tierra incandescente que
se había deslizado por las pendientes del Vesubio, esa montaña de fuego
cuyo flanco parecía haberse resquebrajado.
Me encerré en casa.
El reinado de Tito, el emperador del que se decía que era «el amor y las
delicias de la humanidad», empezaba con muerte.
Ahora estaba seguro de que no dejaría de azotar. Esperé, acurrucado,
acechando a diario nuevas desgracias.
Fueron llegando.
Otros miles de hombres cayeron, algunos hinchados como odres, otros
exangües.
La muerte había adoptado el rostro de la peste. Regresaban los tiempos
terribles.
Mi administrador me contó que en Capua la plebe murmuraba que
Nerón vivía, que estaba reuniendo un ejército, muy lejos, más allá del
Éufrates, y que se vengaría con ayuda de los más humildes. Una vez
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