Page 214 - Tito - El martirio de los judíos
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Había sido un hombre comedido que jamás había ordenado matar por
                placer o crueldad. ¡Qué más podía esperarse de un emperador que
                disponía de todos los poderes sobre el género humano!

                Me irritó que los retóricos y quienes se las daban de filósofos se
                mofaran de ese soldado y campesino avaro, de rudos modales, grueso,
                cuyas muecas le deformaban el rostro. Se propalaba ese chiste de un
                bufón a quien el emperador había pedido que le tomara el pelo y que le
                había contestado: «¡Lo haré cuando haya acabado de aliviarse el
                vientre!».

                Daba la impresión de que la gente prefería temblar ante las locuras y la
                crueldad de Nerón antes que respetar a un hombre al que hasta la
                plebe, por mucho que la alabara Nerón, había llamado «Adamato»,
                Vespasiano el Bienamado.

                Cómo no iba a honrar sus restos mortales sabiendo que, a punto de
                apoderarse la muerte de su cuerpo, habiéndole retorcido el vientre,
                esparcido sobre su cama los excrementos y la sangre que ya no podía
                contener, se había incorporado con la dignidad y el valor de un soldado
                herido que espera el golpe de gracia y había dicho: «Un emperador debe
                morir de pie».


                La muerte de Vespasiano no supuso la de nadie más. Y Tito le sucedió
                sin que fuera necesario sobornar a la guardia pretoriana.


                Los soldados lo aclamaron. Era el vencedor de Jerusalén. Yo había sido
                testigo de sus intentos de conseguir la rendición de los rebeldes. ¿Acaso
                había buscado el incendio y la destrucción del Templo, la de la ciudad
                sagrada de los judíos?


                Mi obligación era asistir a su entronización. Su rostro estaba sereno.
                Murmuró:

                —El destino es el que da el poder supremo. Luego, inclinándose hacia
                mí, añadió a media voz:


                —Sé lo que estás pensando, Sereno. Entérate de que prefiero morir
                antes que hacer morir a alguien sólo para proteger mi poder. Seré
                despiadado con los enemigos de Roma. Estuviste conmigo en Judea, me
                has visto combatir y castigar. Pero no debe confundirse Imperio con
                emperador. Cuando me alcance la muerte, Roma seguirá viviendo. ¿Por
                qué tendría pues que perseguir y matar a quienes sólo son mis enemigos
                y no amenazan el Imperio?


                Tuve la impresión de que su mirada se detenía, un breve instante, en su
                hermano Domiciano, del que se sabía que ya estaba conspirando,
                soñando con suceder a Tito, pues los delatores acudían sin cesar a
                comunicar al emperador lo que conocían de las intenciones de su
                hermano menor.




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