Page 216 - Tito - El martirio de los judíos
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Parecía aprobarme cuando le recordaba el destino de Cristo,
crucificado, cuyo suplicio anunciaba el de todos aquellos presos
clavados en cientos de cruces, frente a las murallas de Jerusalén.
¿Eran la desgracia y el sufrimiento una señal de elección?
Pero Dios, sin duda, había castigado bastante a su pueblo.
Así lo esperaba.
Por fin, el reinado de Tito se anunciaba apacible. Él, hombre joven y
vigoroso, comedido, generoso, era el que la plebe llamaba «el amor y
las delicias de la humanidad».
Ofrecía combates de gladiadores en el Coliseo, pero mantenía el pulgar
levantado para evitar que degollaran a los vencidos.
En un solo día había sacado a la arena cinco mil fieras de todo tipo sin
que les entregaran un solo hombre.
Y la plebe aclamó aquel espectáculo.
La desesperación y la tristeza que me oprimían desde que perdí a Leda
fueron mitigándose un poco.
Salí de Roma para Capua con un atisbo de alegría en el fondo del alma,
por vez primera después de tantos meses.
Pensé en mis jóvenes esclavas.
Se me ocurrió que podría libertar a una de ellas, convertirla en esposa y
en madre.
¿De qué valía la vida sin descendencia?
Caminé entre los naranjos y los laureles.
Mordiendo la carne de los higos, a menudo recordaba los labios de
Leda, y entonces sentía de inmediato un dolor agudo que me agarrotaba
el vientre, una mezcla de angustia y de deseo.
Sin embargo, no me decidía a elegir a una esclava, y me limitaba a
mirar a esas jóvenes sirvientas cuyos velos me rozaban.
Mi deseo ya no era tan intenso como para que me comportara como un
depredador.
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