Page 188 - Tito - El martirio de los judíos
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cabalgado desde los puertos de Ostia o Puteoli, se inclinaba ante la
reina judía como si fuera un esclavo.
Él sabía que a Berenice la admiraban en Roma, que las esposas de
magistrados y senadores imitaban su manera de vestir, de caminar, y se
morían por lucir una de sus joyas o de sus túnicas.
Todos la adulaban, soñaban con ser invitados a su palacio, pues era
sabido que Tito, sucesor oficial del emperador, estaba tan prendado de
ella que había ordenado asesinar, a la salida de un banquete, al general
Coecina, sospechoso de buscar sus favores y, quizá, de haberlos
obtenido.
No obstante, cuando me acercaba al Palatino, sorprendía en el entorno
del emperador unas observaciones despectivas sobre esta judía que,
según los rumores, mantenía una relación incestuosa con su hermano
Agripa y que ejercía sobre Tito una influencia tan desmedida como
nefasta. Roma jamás aceptaría que la esposa de un futuro emperador
fuese la reina de un pueblo vencido. No habría una nueva Cleopatra,
aseguraban, y ya se sabía cuál había sido la suerte que los magistrados
de Roma habían deparado a César cuando temieron que reinara, una
vez desposado con la reina egipcia, como un monarca oriental.
Flavio Josefo parecía haberlo entendido —también puede que envidiara
la influencia de Berenice sobre Tito— y era, entre los allegados de la
reina, el que menos la agasajaba.
Pero, como ella, como todos aquellos judíos poderosos, se congratulaba
de los éxitos de las legiones de Lucilio Baso en Judea.
Esperaban que el emperador concediese a dicho legado el triunfo
romano y el título de imperator.
¿No había Baso asesinado a miles de judíos después de que hubiesen
conseguido huir de Maqueronte tras la rendición de la ciudad? En
cuanto a mujeres y niños, todos habían sido esclavizados.
Posteriormente, las legiones habían rodeado un bosque cercano al valle
del Jordán. En aquella espesura se encontraban refugiados zelotes y
sicarios supervivientes del asedio de Jerusalén. Baso los estuvo
acosando como si fueran presas. Mandó talar los árboles, haciendo
avanzar a sus hombres hombro con hombro a medida que se iba
llevando a cabo la operación de desmonte, y los judíos fueron
retrocediendo, paulatina e inexorablemente asfixiados por el cerco de
las cohortes. Al final, no tuvieron más remedio que dejarse matar o
lanzarse contra esa muralla de metal y de cuero, esas puntas de
venablos y de espadas, y ni uno solo de ellos sobrevivió. Eran más de
tres mil.
Ni Berenice, ni Agripa, ni Flavio Josefo, ni Tiberio Alejandro se
sobresaltaron al enterarse de esa nueva masacre.
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