Page 166 - Tito - El martirio de los judíos
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Capítulo 33




                VI los grilletes que apresaban los tobillos de Leda ben Zacarías.

                La cuerda que le trababa las muñecas y le ceñía el cuello.


                Su rostro manchado, sus pómulos desollados, sus labios tumefactos, y
                cruzamos las miradas durante apenas un instante, pues ella la apartó
                bajando los párpados como si temiese que yo recordara ese fulgor de
                rebeldía indomable que había notado en ella cuando la obligué a alzar la
                cabeza tirándola por los pelos.

                Al soltarla dejó caer la barbilla sobre su pecho.


                Si quería vivir, tenía que convertirse en animal sumiso.

                Vacilé, pero la tentación era demasiado fuerte. Agarré a Leda por los
                hombros para ayudarla a levantarse. Se zafó con brusquedad y
                permaneció encogida, con la espalda encorvada y los brazos sobre sus
                muslos replegados, las manos juntas apoyadas en las rodillas.

                Di un paso atrás.


                —¿Ésta es la que quieres? —me preguntó el centurión que me
                acompañaba y llevaba un largo látigo de tiras de cuero trenzadas
                colgándole de la muñeca.


                Había conseguido permiso de Tito para apropiarme o mandar liberar a
                los presos que yo deseara.


                Sabía que Tito se había mostrado generoso con todos sus tribunos y
                allegados.


                Flavio Josefo había conseguido librar de la esclavitud o de la muerte a
                varias decenas de judíos que fue reconociendo entre la masa de
                cautivos, entre los cuales los soldados elegían a diario a cientos de
                víctimas para degollarlas, torturarlas o crucificarlas.


                Y también vi a Josefo implorando a Tito, pidiéndole que indultara a tres
                sacerdotes a los que acababan de clavar en cruces y que habían
                estudiado con él, en la misma sala, los textos sagrados.


                —Perdónales la vida, Tito, son hombres de fe y de paz, Dios te lo sabrá
                agradecer —le suplicó.

                Tito aceptó.





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