Page 162 - Tito - El martirio de los judíos
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soldados descubrían entradas de subterráneos. Lanzaban dentro
antorchas y pez ardiendo. Se oían gritos. De debajo de la tierra surgían
hombres, mujeres, niños envueltos en llamas.
Mataban.
Los soldados saqueaban, violaban, plantaban sus enseñas en lo alto de
las torres, cantaban y batían palmas.
Los noté ahítos de muerte y sangre.
Me acerqué a Flavio Josefo, quien caminaba sin rumbo en medio de las
llamas. Pasaba por encima de los cadáveres de su pueblo. Lloraba,
repitiendo que al menos un millón de personas había perecido en esta
guerra que él había condenado, intentado evitar, y que, sin embargo, no
había dejado más que ruinas, sufrimientos y muerte.
Nos unimos a Tito, quien estaba recorriendo las ruinas de Jerusalén,
aclamado por sus soldados.
Unos centuriones acudieron a anunciarle que Juan de Gischala y Simón
Bar Gioras habían sido detenidos.
Juan había conseguido huir de Jerusalén por un subterráneo, pero una
patrulla de soldados lo había prendido en un pueblo vecino. No se
defendió.
También Simón Bar Gioras había surgido de un subterráneo, pero en
medio de las ruinas del Templo. Creyó que los romanos se espantarían al
verlo, maquillado, envuelto en un sudario, como si regresara del reino
de los muertos. Pero un centurión lo amenazó con su espada y Simón
Bar Gioras gritó su nombre para salvar la vida.
Vi que una mueca de desprecio y de asco deformaba el rostro de Flavio
Josefo. Esos dos caudillos, esos dos bandidos habían preferido vivir
como presos, que los arrastraran por las calles de Roma y los
degollaran el día del triunfo de Tito, antes que morir empuñando un
arma.
—¿Quién es el traidor? ¿Quién el cobarde? —dijo volviéndose hacia mí.
Después pidió a Tito que perdonara la vida a los supervivientes que no
habían luchado.
Tito vaciló.
Caminaba lentamente entre las ruinas, deteniéndose ante los inmensos
bloques de piedra que servían de basamento de las murallas y de las
torres.
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