Page 160 - Tito - El martirio de los judíos
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decidimos. No tendremos más que atacar. Son tantos que cada golpe
nuestro matará a varios. Y veremos la tierra cubrirse de sangre así
como los pescadores ven enrojecer el mar. Ya no les queda sino tirar de
la red y recoger su pesca.
Dio un paso hacia los soldados.
—Pero necesitaremos varios días para matarlos a todos. Y los cadáveres
sólo alimentarán a los chacales, a las hienas, a los buitres. Si los judíos
deponen hoy sus armas, elegiremos a los que deban morir aquí, a los
que lucharán en los anfiteatros para complacer a la plebe y a los que se
convertirán en nuestros esclavos y venderemos para nuestro provecho.
Éste es el motivo por el cual vamos a hablar con ellos, ya que, por fin,
quieren escucharnos. Que no se lance una sola flecha, un solo venablo,
una sola piedra de honda. Yo mismo mataré al que no obedezca esta
orden o al que profiera un solo insulto. Somos las legiones de Roma. La
disciplina es nuestra fuerza.
Aquella multitud de hombres armados quedó enmudecida y estática, de
pie sobre las ruinas del Templo y de la ciudad baja.
En el otro lado, la multitud también calló, y Juan de Gischala y Simón
Bar Gioras se adelantaron hasta la mitad del puente, al encuentro de
Tito.
Supuse que el zelote y el sicario iban a reconocer su derrota. El Templo
había quedado reducido a un amasijo de escombros. Sus tropas no
podían salir de la ciudad alta. Únicamente podían elegir entre la
rendición y la muerte. No sólo la de los combatientes, sino también la de
todos los supervivientes, esas mujeres, esos niños, esos ancianos que
permanecían sin moverse de la orilla de la vaguada, esperando el final
de los combates.
La voz de Tito se alzó de pronto.
Nada más pronunciar las primeras palabras, supe que no le harían
caso, que Bar Gioras y Juan de Gis-chala preferirían la muerte antes que
la humillación y el suplicio. Sólo habían propiciado estas negociaciones
para convencerse —y demostrar a la muchedumbre de supervivientes—
de que no quedaba otra salida que morir luchando.
—¿Qué sucede, judíos, ya os habéis hartado por fin de las desgracias de
vuestra patria? — clamó Tito con voz despectiva, la del vencedor que no
sólo quiere imponer su ley, sino además obligar al vencido a reconocer
que se ha equivocado al rebelarse, al resistir, que debe deponer las
armas y tender el cuello, confesar que su revuelta ha sido una auténtica
locura—. ¡Os negasteis a reconocer nuestro poder y vuestra debilidad —
prosiguió—, os dejasteis arrastrar por la demencia, provocando así la
perdición de vuestro pueblo, de vuestro Templo, de vuestra ciudad, y no
vais a tardar en morir con toda justicia!
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