Page 157 - Tito - El martirio de los judíos
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Nadie podía contener a esos hombres enfurecidos, y, al final, vi que Tito
renunciaba a pretender que obedecieran.
Entré tras él, con los tribunos, en el sanctasanctórum, todavía no
alcanzado por las llamas.
Consistía en una salita cuadrada, vacía, oscura, un abismo sin fondo
cuyo silencio me pesó sobre los hombros, como si los gritos no pudiesen
penetrar en él.
Pero solamente duró un momento.
Los aullidos nos acosaron de nuevo a la vez que el humo, y volvimos a
salir.
Tito se quedó inmóvil. Miró fijamente esa ciudad alta que se erguía
frente a él donde se habían refugiado los judíos supervivientes y donde
ya se reanudaban los combates. Habría que conquistarla calle por calle,
casa por casa, así como las tres torres, las de Hípico, Fasael y Mariam,
que protegían el palacio de Herodes.
Y habría que seguir matando.
Tito agachó la cabeza cuando los soldados trajeron las enseñas de las
legiones al patio del Templo. Tenían colgados de la cintura y del cuello
sacos llenos de monedas robadas en los cofres del Templo. Se
tambaleaban bajo el peso. Los objetos robados, entre los cuales había
un inmenso candelabro de siete brazos, estaban amontonados en una
esquina del patio y custodiados por centuriones.
De pronto, todos alzaron su espada y gritaron «¡Titus imperator!»,
acompasando ambas palabras.
Tito tendió el brazo, saludó a sus soldados señalándoles a la vez la
ciudad, el palacio de Herodes, a lo lejos, esas torres que seguían en
manos de los rebeldes.
Luego se volvió hacia Flavio Josefo y vi su rostro de rasgos muy
marcados, no el de un general victorioso, sino el de un hombre serio y
preocupado, más sujeto pasivo de los acontecimientos que provocador y
rector de los mismos.
Flavio Josefo estaba encorvado, con la cabeza hundida entre los
hombros y los ojos clavados en las llamas que acababan de consumir el
Templo y sus tesoros.
—Hoy —susurró— es el aniversario del día en que Nabucodonosor, rey
de Babilonia, destruyó el Templo.
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