Page 154 - Tito - El martirio de los judíos
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                NO he olvidado el acto bárbaro de aquella madre enloquecida.

                Pero fui testigo de tantos más, durante esos meses de agosto y
                septiembre, que mi memoria se abruma. En efecto, el niño asado y
                devorado por la que lo había llevado, amado y alimentado con su leche
                fue tan sólo uno de los monstruosos crímenes engendrados por dicha
                guerra de Judea y conquista de Jerusalén. Ya no era tiempo para la
                piedad, sino para el odio y la muerte, para que el fuego abrasara el
                Templo, las llamas envolvieran los cuerpos y las espadas truncaran las
                vidas.


                Fui testigo de ello un día tras otro.

                Cuando Tito dio a sus soldados la orden de arrasar la fortaleza Antonia,
                al fin tomada, cuando lo vi seleccionar en cada centuria a los treinta
                mejores soldados y confiar cada grupo de un millar a un tribuno, supe
                que así sucedería.

                Vino el tiempo del cuerpo a cuerpo nocturno, pues la luz del día se había
                oscurecido por la densidad del polvo que surgía de las ruinas y por el
                humo que se elevaba de las hogueras.

                Vino el tiempo de los clamores en la ciudad que ardía.


                Los soldados lanzaban sus gritos de guerra, los rebeldes sitiados por el
                fuego y el hierro gritaban, la población de la ciudad alta se había
                convertido en un rebaño enloquecido que se abalanzaba sobre los
                legionarios al pretender huir de ellos, y que gemía cuando los venablos,
                las lanzas, las espadas los atravesaban, ya fuesen niños, mujeres o
                ancianos.

                Caminé entre los montones de cadáveres. Temía reconocer entre ellos el
                de Leda.


                Eran tan numerosos que cubrían el suelo, y los soldados debían, para
                perseguir a los fugitivos, escalarlos como si se tratara de escombros.

                Estuve al lado de Tito y de Flavio Josefo. El rostro del primero
                expresaba a la vez resolución y desesperación. Cuando se volvía hacia el
                segundo, su mirada decía: «Yo no he querido esto, pero no tengo más
                remedio que cumplirlo».


                Josefo lloraba.







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