Page 149 - Tito - El martirio de los judíos
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Las máquinas de asedio, las helepolas, los escorpiones, las balistas, las
                catapultas no dejaban de funcionar, y el silbido de los proyectiles
                rasgaba el aire ardiente, mezclando sus tonos agudos con los golpes
                sordos y graves de los arietes al impactar en el último recinto.


                —Los judíos resisten—murmuró Josefo—. Los zelotes han desviado en
                provecho propio nuestra firmeza anímica, nuestra confianza, pero hasta
                esos bandidos reflejan las cualidades de nuestro pueblo. Ni la sedición,
                ni el hambre ni la guerra nos harán desaparecer.


                Me asió por la muñeca, pegando su antebrazo al mío.

                —Aunque el suelo de Judea se desmorone bajo nuestros pies, siempre
                nos quedará nuestra Ley, nuestra fe, nuestra Torá. Las palabras de la
                oración serán nuestra patria. Cada uno de nosotros será una ciudad
                sagrada y un templo para Dios.


                —¿Dentro de cuánto tiempo renacerá la vida aquí mismo? —repetí
                señalando la ciudad, el recinto a cuyo pie se estaba combatiendo.


                Los judíos habían vuelto a intentar prender fuego a las máquinas de
                asedio, pero nuestros soldados, ya sobre aviso, los repelieron.


                —Dios es quien decide el momento, Sereno. Para un hombre de fe y un
                pueblo creyente y fiel, el tiempo es sólo una sucesión de oraciones en
                espera del Mesías.


                —¿Cristo, para quienes creen en ese dios? —le solté.


                —Ésos son los hijos impacientes de nuestro pueblo —susurró Flavio
                Josefo—. Se han arrojado de cabeza en el error, en el sacrilegio. Y Dios
                los ha abandonado, aun siendo hijos del pueblo elegido.


                De repente, con gran estrépito y una nube de polvo, un lienzo del último
                recinto se vino abajo y nuestros soldados se precipitaron por la brecha.


                —¡Dios también os ha abandonado a vosotros! —dije.


                Flavio Josefo movió la cabeza.

                —Dios sólo abandona a quienes lo dejan, lo escarnecen, mancillan el
                Templo y olvidan la Ley.


                Vi en ese momento cómo los legionarios retrocedían, abandonaban la
                brecha, y me acerqué a los centuriones y a los tribunos que, con el arma
                empuñada y la coraza cubierta de tierra y de sangre, se habían reunido
                alrededor de Tito.


                Le estaban explicando que se habían topado, tras el recinto
                desmoronado, con un segundo muro, menos elevado pero que les




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