Page 148 - Tito - El martirio de los judíos
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                INTERROGUÉ a Flavio Josefo.

                Estaba acuclillado tal como suelen hacerlo los nómadas.


                Encorvado de espalda y juntas las manos delante de la boca, se
                balanceaba levemente hacia adelante y hacia atrás, y daba la impresión
                de no estar oyéndome.


                Cabizbajo, con los ojos entornados, debía de estar rezando, nuevamente
                acongojado por los relatos de algunos fugitivos que habíamos oído.
                Había conseguido que Tito no entregara esos hombres a los verdugos.


                Se trataba de sacerdotes que reconocieron a Josefo ben Matías, que se
                asieron a sus manos y agradecieron a Dios el haber podido escapar de
                los degolladores zelotes y de los destripadores que seguían rebuscando
                en las entrañas de sus prisioneros, a pesar del castigo prometido por
                Tito.


                Esos hombres de piel gris, de rostro demacrado, contaron cómo Juan de
                Gischala había saqueado las sagradas provisiones del Templo, un poco
                de vino y de aceite que los sacerdotes reservaban para los holocaustos.
                Y cómo toda la población estaba muriendo de hambre, salvo los
                «bandidos».


                —Rebuscamos en las alcantarillas —musitó uno de ellos—. Hurgamos en
                las viejas boñigas de vaca los pocos granos, los escasos desperdicios
                que conforman nuestra pitanza. En otros tiempos apartábamos la
                mirada para no ver esos excrementos, hoy son tesoros que nos
                arrancamos de las manos.


                Tito había atendido las súplicas de Flavio Josefo y autorizado a los
                sacerdotes a desplazarse hasta la ciudad costera de Jope, donde unos
                rabinos habían congregado a algunos discípulos para rezar, estudiar la
                Ley, las enseñanzas y la Torá.


                Finalmente, Flavio Josefo se incorporó y volví a preguntarle cuántas
                vidas deberían transcurrir, sucederse, para que los verdes retoños de la
                esperanza volvieran a brotar en este suelo pedregoso, mancillado por el
                pus y la sangre de los cadáveres, en este paisaje devastado donde ya
                sólo se erguía un bosque de cruces y esa ciudad infestada por la muerte
                y abocada, a menos que su dios interviniera, a la destrucción.


                Josefo me agarró por el brazo y caminamos a lo largo de la muralla y de
                las obras que Tito había mandado realizar para asfixiar la ciudad antes
                de atacar su último reducto.



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