Page 143 - Tito - El martirio de los judíos
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Tito se encolerizaba, ordenaba que cortaran las manos de los
                prisioneros, que las lanzaran con catapultas contra la fortificación, que
                las tiraran a los barrancos del Cedrón y del Gehena.

                Jamás pude imaginar tal espectáculo de muerte, tanto desenfreno en el
                sufrimiento.

                Tito gritó a los defensores apiñados en las torres y la muralla que ése
                sería su destino si no dejaban de combatir.


                Les ofreció una segunda oportunidad de salvar lo que quedaba de su
                ciudad sagrada. Se comprometió a no destruir el Templo. Lo juró.
                Añadió que los judíos que lo rodeaban, Flavio Josefo, la reina Berenice,
                el rey Agripa, avalaban su sinceridad, su palabra.


                Los insultos resonaron desde lo alto de la fortaleza.

                Los combatientes juraban luchar hasta la muerte, infligir a los romanos
                el mayor daño posible.


                —¡Antes la muerte que la esclavitud! ¡Más vale morir luchando que bajo
                el látigo o en la cruz! —gritaban.


                Tito repitió:


                —¡Yo, Tito, prometo que no romperé una sola piedra del Templo de
                vuestro dios!


                —¡Dios lo salvará! —aullaron—. ¡Dios es nuestro aliado! ¡El universo es
                nuestra patria, y el universo es para Dios un mejor templo que el
                Templo!

                Vi a Tito agachar la cabeza.


                Se volvió hacia los centuriones y los tribunos de las legiones y les
                ordenó que levantaran un nuevo bosque de cruces, que acabaran cuanto
                antes las obras de nivelación del terreno, que instalaran frente a las
                torres las máquinas de asedio, que mandaran adelantar las helepolas,
                que empezaran a lanzar proyectiles contra la muralla.

                ¿Cuántos judíos crucificados?


                Más de quinientos por día, mientras balistas, escorpiones y catapultas
                arrojaban sus piedras contra la fortaleza Antonia.

                Pero, de pronto, el suelo se desmoronó bajo las máquinas de asedio y
                salieron llamas bajo la tierra.


                Los judíos habían excavado galerías, las habían incendiado, y ahora el
                fuego estaba abrasando las catapultas, envolviendo las helepolas,



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