Page 141 - Tito - El martirio de los judíos
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mientras desde el último recinto y en todas las torres, las de la fortaleza
Antonia y las del palacio de Herodes, seguían golpeando los escudos con
sus armas y coreando: «¡Ha muerto, el traidor ha muerto!». Y
agradecieron a su dios que hubiese condenado a Josefo ben Matías,
convertido en Flavio Josefo, ese romano servidor del emperador
Vespasiano y de su hijo Tito.
El cuerpo de Josefo se tensó como si hubiese oído aquellos insultos, esas
acusaciones de traición, como si regresara a la vida para replicar y no
ceder la victoria a esos bandidos, zelotes o sicarios, para no permitir
que el pueblo se creyera que Dios lo había condenado.
Quien estaba siguiendo la senda trazada por Dios era él: no se alzaba
contra quienes habían recibido del Altísimo toda la fuerza y el poder
sobre el género humano.
Recobró el sentido. Consiguió incorporarse a medias cuando Tito entró
en la tienda.
Los cirujanos acababan de lavarle la cara. Se había secado la sangre, y
la herida, cubierta con un ungüento, ya sólo era una línea negra y
oblicua que le hendía la frente.
—Te has dirigido a su alma —dijo Tito inclinándose hacia Flavio Josefo
—. ¿Oíste sus gritos de alegría cuando creyeron que te habían matado?
Se alejó.
—¡Pero tú sigues vivo, y ellos van a morir!
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