Page 139 - Tito - El martirio de los judíos
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—Tienen el corazón de piedra, reseco —dijo Flavio Josefo—. No me
escucharán.
—¡Háblales, háblales! Sólo con que uno te escuchara…
—Lo degollarían.
Así y todo, Flavio Josefo se encaminó hacia las murallas, y yo fui tras él.
Le temblaba la voz, tensa entre súplica y cólera:
—¡Salvad vuestras vidas, las del pueblo! ¡Salvad la patria y el Templo! —
gritó.
Los judíos le contestaron desde la última muralla con insultos y
sarcasmos. Y cuando, intentando que lo oyeran, Josefo se acercó
demasiado al recinto, flechas y piedras silbaron a nuestro alrededor y
nos hicieron retroceder en medio de rechiflas.
—¡Seréis vencidos! —les espetó entonces—. La fuerza de los romanos es
incontenible. ¿Qué es lo que teméis? Los romanos respetan siempre el
culto de sus enemigos. No destruirán el Templo. No saquearán los
objetos sagrados. Nuestros antepasados aceptaron su dominio, y desde
entonces hemos podido seguir honrando a Yahvé.
Levantaba los brazos, invocaba a Dios.
—¡Escuchadme! Dios, que se traslada de una nación a otra otorgándoles
por turno la hegemonía, se encuentra ahora en Italia. Una ley bien
asentada, igual de válida para las fieras que para los humanos, requiere
que se ceda ante el más fuerte y que tengan la hegemonía quienes estén
superiormente armados. La tienen porque Dios se la ha dado. La mayor
parte de nuestra ciudad está ya en manos de Tito. Dos murallas han
caído. ¿Qué podrá hacer la tercera? Los romanos la conquistarán y la
destruirán. Como tomen la ciudad por asalto, no escapará nadie. ¡No
olvidéis que la Fortuna los ha elegido! ¡Recordad que no sólo estáis
guerreando contra los romanos, sino también contra Dios, que les ha
dado el poder hegemónico!
Los judíos se enfurecieron ante estas palabras que Flavio Josefo
vociferaba mientras caminaba en paralelo a la muralla. Tiraban piedras
con tanta fuerza que rebotaban en el suelo quebrándose a veces;
entonces las esquirlas silbaban cerca de nuestros rostros. Tuve que
protegerme en repetidas ocasiones colocando el antebrazo delante de
los ojos.
A Flavio Josefo parecían exaltarlo esos lanzamientos de piedras y de
flechas.
Gritaba con más fuerza, se encolerizaba:
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