Page 137 - Tito - El martirio de los judíos
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Y la muchedumbre de judíos permanecía silenciosa e inmóvil sobre las
murallas.
¿Iban a imponerse la razón y la sabiduría a esos miles de combatientes
judíos, a los hombres de Eleazar, de Juan de Gischala y de Simón Bar
Gioras?
De haber sido yo uno de ellos…
No quise profundizar más en mi pensamiento.
Pero como pasaban las horas y los días, durante los cuales los soldados
celebraban auténticos banquetes delante de los judíos hambrientos, y
por las noches se bebía abundantemente en torno a las hogueras, supe
que los combatientes no abrirían las puertas, que optarían por morir
con las armas en la mano en vez de esperar a que los degollaran atados
de pies y manos como presas.
El quinto día Tito ordenó a cada una de las legiones que regresara a su
puesto de combate. Les mandó acondicionar el terreno para que las
máquinas de asedio pudiesen ubicarse a la altura de la tercera muralla,
con el fin de derribar la fortaleza Antonia y sus cuatro torres.
Después se produciría el asalto, la matanza, la destrucción de la ciudad
sagrada, la del Templo.
Recordé la profecía de Jeremías que Flavio Josefo me había contado:
«La Ciudad Santa quedará irreparablemente quebrada como una vasija
de barro. Ya no será sino un cúmulo de ruinas y una guarida de
chacales».
Agarré a Flavio Josefo de ambas manos.
—¡Intenta impedir la masacre! ¡Es tu pueblo, Josefo, y es inocente!
Josefo se soltó con brusquedad y luego masculló apretando los dientes:
—«¡Maldito sea el día en que nací! ¿Por qué tuve que salir del seno
materno para ver tanta miseria y dolor?». Eso es lo que dijo Jeremías.
Eso es lo que pienso, Sereno.
Pero se dirigió hacia Tito dando zancadas.
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