Page 138 - Tito - El martirio de los judíos
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                VI a Tito inclinarse hacia Flavio Josefo. Lo estuvo escuchando con las
                manos a la espalda, la barbilla pegada al pecho, la papada cubriéndole
                la parte baja de la cara, con una expresión y una actitud corporal que
                revelaban la vacilación y la duda.

                Se irguió al cabo de unos instantes, puso su mano izquierda sobre el
                hombro de Flavio levantando a la vez la derecha para señalar la
                muralla y adiviné que decía: «Ve, inténtalo de nuevo».


                Me dirigí hacia Josefo, decidido a seguirlo a lo largo de la muralla. Recé
                para que sus palabras fueran atendidas por las almas más rencorosas,
                más determinadas, más cerradas de entre todos los combatientes judíos.

                ¡Ojalá aceptasen los argumentos y las súplicas de Flavio Josefo, y la
                razón los iluminara! ¡Ojalá los guiara el amor por su pueblo!


                Pensaba en Leda, en todas aquellas mujeres, en esos niños, en ese
                pueblo ya minado por el hambre.

                Todos los días, algunos judíos conseguían deslizarse fuera de la ciudad.


                Les brillaban los ojos en sus demacrados rostros. Estaban escuálidos.
                Decían que los granos de trigo o de cebada eran más escasos y
                preciados que los diamantes. Los ricos ofrecían toda su fortuna a
                cambio de un puñado de trigo que se comían crudo, tal era su temor de
                que los sicarios o los zelotes, los hombres armados, los mataran para
                apropiárselo.

                Los delatores rondaban las callejas y señalaban a las pandillas de
                matones las casas de las que salía un humo que podía revelar que allí
                había un horno encendido y quizá algo de comida.

                Los hombres armados se hacían con ella y mataban a quienes se
                resistiesen. Los acusaban de querer desertar, de querer unirse a Flavio
                Josefo, de entregarse a Tito.


                Ya no quedaba en Jerusalén respeto, ni piedad ni fraternidad.

                Los combatientes aún con fuerzas y decididos a morir se habían
                arrogado el derecho de saquear, de quedarse con toda la comida, de
                matar a los ricos y a los gordos, a quienes no participaban en la lucha.
                ¡Lo de menos eran las razones, la edad o la enfermedad! Todos aquellos
                que no exponían su vida en las murallas, en el cuerpo a cuerpo, eran
                sospechosos y merecían morir.





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